Lo que
celebramos:
Eje “celebrativo”
Toda expresión religiosa del hombre a lo largo de la
historia, incluye de algún modo el “rito”, la celebración de lo que se cree, en
donde el poder de lo simbólico ayuda a cargar de sacralidad lo cotidiano. Los
signos expresan veladamente (pero realmente) los canales abiertos entre el
hombre y la Divinidad. Nuestra fe no está exenta de este marco celebrativo,
instituido por Jesucristo, celebrado por los primeros cristianos ya desde los
orígenes de la Iglesia y continuado hasta hoy, por el mismo Pueblo de Dios, a
través de lo que llamamos Liturgia.
Pero el hombre puede perder de vista el sentido profundo
y verdadero de esta hermosa posibilidad humana de celebrar nuestra fe. No es
intención de este libro hacer un tratado de Liturgia ni mucho menos (para
conocer más sobre esto abundan los libros que analizan y ayudan a aplicar la
renovación litúrgica del Concilio Vaticano II), sólo intento que re-descubramos
juntos el deseo de celebrar.
El primer paso (necesariamente acotado en este libro, pero
esencial) está dado en los ejes anteriores: ¡hay mucho que celebrar! El Dios en
el que creemos es dador de Vida, pero no sólo de impulso biológico, sino que
nos dio su “aliento” de vida[1],
somos su imagen, nos hizo a su semejanza[2], “poco inferior a los ángeles”[3], Ninguno de nosotros está en la vida por
casualidad. Fuimos queridos por Dios. Y somos sostenidos en la existencia por
su infinito Amor hacia cada uno de nosotros. Ahora bien, dijimos que además
nos creó con un deseo de búsqueda de Aquello
que nos sacie nuestro anhelo de felicidad, pues quiere que la hallemos. Pero no
se contenta con el esfuerzo humano por encontrarlo, sino que sale a nuestro encuentro para revelarse, de
modo que podamos encontrar respuesta a nuestras preguntas existenciales y de
ese modo encontrar las razones para vivir y ser feliz. Dios es también
dador de sentido de la Vida. Pero la originalidad de nuestra fe encuentra su
expresión cumbre en el hecho de que creemos en un Dios que se hizo hombre, para
salvarnos desde nuestra propia realidad, hacerse visible de tal manera que su
Revelación llegue a la Plenitud. Locura inadmisible para muchos[4],
“locura” de Amor para nosotros, de la cual la Cruz fue su máxima expresión.
De cualquier modo, todo hubiera quedado trunco sin la
Resurrección de Jesús. La Pascua de Cristo es la que le da sentido a todo[5].
De allí brotan los canales de gracia que Jesús dejó para nosotros y que la
Iglesia administra en el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[6].
La Pascua llena de sentido nuestras vidas, pues si tenemos esperanza de
encontrarnos nuevamente con nuestros seres queridos que han fallecido, es por
la Pascua de Cristo, si la propia vida no se termina en la tumba, (y por ende
es más fácil enfrentar las cruces que nos pone la vida), es por la Resurrección
de Jesús. Por eso transmitimos el kerigma[7] en
relación íntima con la vida concreta. Pero además (y siguiendo con los motivos
para celebrar), sabemos que Dios respeta nuestra libertad, sin abandonarnos a
nuestra suerte. El Dios en el que creemos, nos acompaña en el camino, hasta que
nos regale la plenitud eterna que esperamos. A toda esta suerte de resumen humilde
(y casi irrespetuoso de mi parte al pretender sintetizarlo en pocas líneas) de
nuestra fe, habría que agregar dos cosas no menos importantes: las vivencias
personales del Amor de Dios hacia nosotros, y los motivos de alegría humana que
toda persona tiene si sabe buscar en su historia personal (pero esto,
obviamente, se lo dejo a cada lector). A esta altura, cabe preguntarse:
¿alguien puede dudar de todo lo que hay para celebrar?
Ahora bien, “celebrar”
y “cumplir” empiezan con la misma letra, pero ésta es su única similitud.
Cuando la fe personal se mide por la cantidad de misas a las que asistimos, o el
compromiso de “la gente” lo juzgamos por su asistencia a las celebraciones
dominicales (con la consiguiente crítica hacia afuera, es decir de “los que vienen a misa” hacia “los que no vienen”) es, al menos un
reduccionismo impresionante de lo que Jesús transmitió en los caminos de
Palestina. Si “asistimos” a las celebraciones sacramentales, sólo por “cumplir
con la Iglesia y sus preceptos”, mirando de reojo al que no va, u observando críticamente
al que va pero no sabe responder a una oración, o desconoce en qué momento debe
pararse o sentarse, podríamos asegurar que el fariseísmo no acabó…
Yo necesito alimentarme de Jesús, pues descubrí que no
puedo enfrentar sólo la vida… Y Él me regala en cada Eucaristía su Cuerpo y su
Sangre.
Deseo profundamente dar mi respuesta libre y “sumergirme”
en la Salvación que gratuitamente ya me regaló… Y Él me dejó el Bautismo.
Descubrí su inmenso amor y quiero proclamarlo al mundo (o
por lo menos a mi “porción de mundo”)… Y Él me impulsa a través de su Espíritu
en la Confirmación y me convierte en su testigo.
Tanto Dios como yo sabemos que me voy a equivocar una y
mil veces (o setenta veces siete[8])…
Y Él me deja abierta la posibilidad de la Reconciliación…
Y podríamos seguir enumerando pero siempre vamos a llegar
a lo mismo: Dios sabe que lo necesito, y ahí está, acompañándome como Buen
amigo[9],
sin hacer el camino por mí, pero dándome la fuerza necesaria para seguir
adelante.
Me gozo en descubrir a un Dios que es comunidad de Amor y
junto a mi Pueblo (comunidad, por ser imagen de Él) celebro la dicha de
sentirme amado.
Por algo, la Iglesia propone una participación de los
fieles en la Liturgia consciente, activa
y fructuosa[10],
sin la cual sólo estaríamos ante cumplimiento de un rito vacío de
significatividad vital. Por algo también el Concilio insistía en la adaptación
de la liturgia a las culturas[11],
y en la simplificación de los ritos[12]
Lejos todo esto de un cumplimiento burocrático
sacramentalista, en el cual se puede caer con facilidad cuando se nos desdibuja
el verdadero rostro de Dios. Es cierto que hay normas y rúbricas[13], y
que muchas de ellas tienen un bello sentido simbólico (que hay que enseñarlo y
no darlo por supuesto), pero cuando las formas son más importantes que la
esencia, perdimos el camino…
Quizás, debamos volver a leer lo que Lucas en el libro de
los Hechos de los Apóstoles nos muestra de las primeras comunidades[14],
en donde no aparece la palabra cumplimiento, ni condenación, sino que en el
centro del relato se puede encontrar la mención a la alegría y sencillez de
corazón. Finalmente, la celebración de nuestra fe brota espontáneamente (como
toda respuesta de amor al Amor), de nuestros corazones y se expresa a través de
la Liturgia, como Pueblo unido y diverso
que refleja la imagen de nuestro Dios:
Uno y Trino, dador de Vida y Amor.
Por algo San Pablo, lejos de plantearlo como una carga, y
aún sufriendo la prisión por anunciar a Jesús, le escribe a su amada comunidad
de Filipos: “Alégrense siempre en el
Señor…El Señor está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier
circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de
gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces, la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará
bajo sus cuidados los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”.[15]
[7] “Primer
anuncio”, que en los albores de la Pascua y en boca de los apóstoles fue un -“¡está vivo, resucitó!”-
[8] Cfr.
Mt. 18, 21-22. Teniendo en cuenta el valor simbólico del número siete para los
judíos (7= plenitud), la exageración en la respuesta de Jesús podría
“traducirse” como un simple “siempre”.
[13] Los
libros litúrgicos tienen unos escritos (rúbricas) en distinto color que dicen
cómo se tienen que hacer las cosas en cada momento de la celebración. Son
necesarias y cada una de ellas tiene un sentido, pero la importancia
desproporcionada dada estas indicaciones por encima de lo fundamental, es una
distorsión de la Liturgia conocida como “Rubricismo”.
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