jueves

En el año de la Fe, mirémonos para crecer (IV)


Lo que celebramos:

Eje “celebrativo”

Toda expresión religiosa del hombre a lo largo de la historia, incluye de algún modo el “rito”, la celebración de lo que se cree, en donde el poder de lo simbólico ayuda a cargar de sacralidad lo cotidiano. Los signos expresan veladamente (pero realmente) los canales abiertos entre el hombre y la Divinidad. Nuestra fe no está exenta de este marco celebrativo, instituido por Jesucristo, celebrado por los primeros cristianos ya desde los orígenes de la Iglesia y continuado hasta hoy, por el mismo Pueblo de Dios, a través de lo que llamamos Liturgia.
Pero el hombre puede perder de vista el sentido profundo y verdadero de esta hermosa posibilidad humana de celebrar nuestra fe. No es intención de este libro hacer un tratado de Liturgia ni mucho menos (para conocer más sobre esto abundan los libros que analizan y ayudan a aplicar la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II), sólo intento que re-descubramos juntos el deseo de celebrar.
El primer paso (necesariamente acotado en este libro, pero esencial) está dado en los ejes anteriores: ¡hay mucho que celebrar! El Dios en el que creemos es dador de Vida, pero no sólo de impulso biológico, sino que nos dio su “aliento” de vida[1], somos su imagen, nos hizo a su semejanza[2], “poco inferior a los ángeles”[3], Ninguno de nosotros está en la vida por casualidad. Fuimos queridos por Dios. Y somos sostenidos en la existencia por su infinito Amor hacia cada uno de nosotros. Ahora bien, dijimos que además nos creó con un deseo de búsqueda de Aquello que nos sacie nuestro anhelo de felicidad, pues quiere que la hallemos. Pero no se contenta con el esfuerzo humano por encontrarlo, sino que sale a nuestro encuentro para revelarse, de modo que podamos encontrar respuesta a nuestras preguntas existenciales y de ese modo encontrar las razones para vivir y ser feliz. Dios es también dador de sentido de la Vida. Pero la originalidad de nuestra fe encuentra su expresión cumbre en el hecho de que creemos en un Dios que se hizo hombre, para salvarnos desde nuestra propia realidad, hacerse visible de tal manera que su Revelación llegue a la Plenitud. Locura inadmisible para muchos[4], “locura” de Amor para nosotros, de la cual la Cruz fue su máxima expresión.
De cualquier modo, todo hubiera quedado trunco sin la Resurrección de Jesús. La Pascua de Cristo es la que le da sentido a todo[5]. De allí brotan los canales de gracia que Jesús dejó para nosotros y que la Iglesia administra en el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[6]. La Pascua llena de sentido nuestras vidas, pues si tenemos esperanza de encontrarnos nuevamente con nuestros seres queridos que han fallecido, es por la Pascua de Cristo, si la propia vida no se termina en la tumba, (y por ende es más fácil enfrentar las cruces que nos pone la vida), es por la Resurrección de Jesús. Por eso transmitimos el kerigma[7] en relación íntima con la vida concreta. Pero además (y siguiendo con los motivos para celebrar), sabemos que Dios respeta nuestra libertad, sin abandonarnos a nuestra suerte. El Dios en el que creemos, nos acompaña en el camino, hasta que nos regale la plenitud eterna que esperamos. A toda esta suerte de resumen humilde (y casi irrespetuoso de mi parte al pretender sintetizarlo en pocas líneas) de nuestra fe, habría que agregar dos cosas no menos importantes: las vivencias personales del Amor de Dios hacia nosotros, y los motivos de alegría humana que toda persona tiene si sabe buscar en su historia personal (pero esto, obviamente, se lo dejo a cada lector). A esta altura, cabe preguntarse: ¿alguien puede dudar de todo lo que hay para celebrar?
Ahora bien, “celebrar” y “cumplir” empiezan con la misma letra, pero ésta es su única similitud. Cuando la fe personal se mide por la cantidad de misas a las que asistimos, o el compromiso de “la gente” lo juzgamos por su asistencia a las celebraciones dominicales (con la consiguiente crítica hacia afuera, es decir de “los que vienen a misa” hacia “los que no vienen”) es, al menos un reduccionismo impresionante de lo que Jesús transmitió en los caminos de Palestina. Si “asistimos” a las celebraciones sacramentales, sólo por “cumplir con la Iglesia y sus preceptos”, mirando de reojo al que no va, u observando críticamente al que va pero no sabe responder a una oración, o desconoce en qué momento debe pararse o sentarse, podríamos asegurar que el fariseísmo no acabó…
Yo necesito alimentarme de Jesús, pues descubrí que no puedo enfrentar sólo la vida… Y Él me regala en cada Eucaristía su Cuerpo y su Sangre.
Deseo profundamente dar mi respuesta libre y “sumergirme” en la Salvación que gratuitamente ya me regaló… Y Él me dejó el Bautismo.
Descubrí su inmenso amor y quiero proclamarlo al mundo (o por lo menos a mi “porción de mundo”)… Y Él me impulsa a través de su Espíritu en la Confirmación y me convierte en su testigo.
Tanto Dios como yo sabemos que me voy a equivocar una y mil veces (o setenta veces siete[8])… Y Él me deja abierta la posibilidad de la Reconciliación…
Y podríamos seguir enumerando pero siempre vamos a llegar a lo mismo: Dios sabe que lo necesito, y ahí está, acompañándome como Buen amigo[9], sin hacer el camino por mí, pero dándome la fuerza necesaria para seguir adelante.
Me gozo en descubrir a un Dios que es comunidad de Amor y junto a mi Pueblo (comunidad, por ser imagen de Él) celebro la dicha de sentirme amado.
Por algo, la Iglesia propone una participación de los fieles en la Liturgia consciente, activa y fructuosa[10], sin la cual sólo estaríamos ante cumplimiento de un rito vacío de significatividad vital. Por algo también el Concilio insistía en la adaptación de la liturgia a las culturas[11], y en la simplificación de los ritos[12]
Lejos todo esto de un cumplimiento burocrático sacramentalista, en el cual se puede caer con facilidad cuando se nos desdibuja el verdadero rostro de Dios. Es cierto que hay normas y rúbricas[13], y que muchas de ellas tienen un bello sentido simbólico (que hay que enseñarlo y no darlo por supuesto), pero cuando las formas son más importantes que la esencia, perdimos el camino…
Quizás, debamos volver a leer lo que Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra de las primeras comunidades[14], en donde no aparece la palabra cumplimiento, ni condenación, sino que en el centro del relato se puede encontrar la mención a la alegría y sencillez de corazón. Finalmente, la celebración de nuestra fe brota espontáneamente (como toda respuesta de amor al Amor), de nuestros corazones y se expresa a través de la Liturgia, como Pueblo unido y diverso que refleja la imagen de nuestro Dios: Uno y Trino, dador de Vida y Amor.
Por algo San Pablo, lejos de plantearlo como una carga, y aún sufriendo la prisión por anunciar a Jesús, le escribe a su amada comunidad de Filipos: “Alégrense siempre en el Señor…El Señor está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces, la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo sus cuidados los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”.[15]



[1] Cfr. Gén. 2,7
[2] Cfr. Gén. 1,26
[3] Sal. 8,6
[4] Cfr. 1 Cor. 1,23
[5] Cfr. 1 Cor. 15,17
[6] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 7
[7]Primer anuncio”, que en los albores de la Pascua y en boca de los apóstoles fue un -“¡está vivo, resucitó!”-
[8] Cfr. Mt. 18, 21-22. Teniendo en cuenta el valor simbólico del número siete para los judíos (7= plenitud), la exageración en la respuesta de Jesús podría “traducirse” como un simple “siempre”.
[9] Cfr. Jn. 15,15
[10] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 11.
[11] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 37-38.
[12] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 50.
[13] Los libros litúrgicos tienen unos escritos (rúbricas) en distinto color que dicen cómo se tienen que hacer las cosas en cada momento de la celebración. Son necesarias y cada una de ellas tiene un sentido, pero la importancia desproporcionada dada estas indicaciones por encima de lo fundamental, es una distorsión de la Liturgia conocida como “Rubricismo”.
[14] Hech. 2,44-47
[15] Flp. 4,4-7

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