jueves

En el año de la Fe, mirémonos para crecer (II)


Tratando de iluminar la situación con la Buena Nueva

Lo que creemos:

La búsqueda religiosa del hombre

Comenzamos la sección anterior diciendo que la gente busca respuestas en el más allá. Esto, en sí mismo no es malo. Podríamos decir que por el contrario, es algo que permite al hombre encontrarse con Dios. Todo hombre, en todo tiempo y lugar ha demostrado siempre una búsqueda de respuestas a sus preguntas existenciales. El último Concilio ha dejado escrito ejemplos de estos enigmas recónditos de la condición humana: “¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y qué fin tiene nuestra vida?, ¿qué es el bien y el pecado?, ¿cuál es el origen del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte?...”[1] Todas las culturas, hasta las más primitivas, han buscado en el más allá (las “fuerzas ocultas”, la “madre tierra”, los “astros” y otros “dioses” que encarnaron la religiosidad de los distintos pueblos) esas respuestas que no podían dar los hombres. Es una característica innata de la condición humana, por eso aparece en todo tiempo y lugar (incluso los “ateos” se hacen estas preguntas existenciales). Es algo propio (y exclusivo) del ser humano. Si se la tiene desde el nacimiento, quiere decir que esta característica fue puesta por Dios en el corazón del hombre para que lo busque a Él. ¿Por qué?, evidentemente porque Dios quiere que encontremos respuestas a las preguntas existenciales de las que hablamos antes. ¿Para qué?, para que al encontrar la verdad, el hombre halle el sentido de su vida y, por ende, la felicidad. “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”[2].
Dicho de otra manera, esta búsqueda religiosa del hombre es querida por Dios, porque Él desea nuestra felicidad. Si esta característica no encuentra al Dios verdadero, tiene el valor de la búsqueda, pero se quedará en respuestas erróneas, pensamientos mágicos, inquietudes no resueltas, que derivarán en creencias infantiles. Éstas, a su vez, pueden generar, tarde o temprano, profundas crisis de fe.
Ahora bien, si Dios quiere que el hombre busque respuestas, lo lógico es que de algún modo se las brinde, pues de lo contrario estaríamos ante “un dios sádico”, que nos incita a buscar algo que nunca nos va a dar… ¿Cómo responde Dios a nuestras preguntas más profundas? ¿Es posible para el hombre la felicidad?...

La Palabra de Dios como respuesta

Tiempo atrás, propuse una encuesta a través de un blog para catequistas[3], ante la pregunta: “¿Por qué creen que la Palabra de Dios no siempre es recibida como Buena Noticia?” las opciones más elegidas fueron las siguientes: “Los que la valoramos no damos buen testimonio” (fue la más votada), le siguió la opción “Ha sido mal trasmitida”, luego “Hay mucho desconocimiento”, y otro porcentaje considera que “Se la toma como un conjunto de normas morales a cumplir”. Más allá de la relatividad y las limitaciones que tienen este tipo de indagaciones, es de notar que las respuestas están dadas por catequistas (o más bien por agentes de pastoral en general), hecho por el cual se cargan de significatividad, más allá de la parcialidad de la información obtenida. Creemos que la respuesta a gran parte de los interrogantes propuestos en al primera sección del libro, deben surgir de una correcta interpretación de la Palabra de Dios. A esto nos abocaremos de ahora en más, sin pretender abarcar la totalidad de posibilidades de abordaje del tema, sino intentando llegar desde la reflexión de la Buena Nueva hacia la vida de cada uno de los lectores. Lo haremos a través de algunos “ejes” que nos ayudarán a seguir planteándonos cómo es realmente Dios…


Eje “Revelación”

Unas líneas más arriba nos preguntábamos si es posible la felicidad para el hombre. Si la relacionamos con la “alegría constante” es obvio que es imposible, pues nadie puede estar permanentemente alegre. Pero si la relacionamos con el sentido que le damos a la vida, es absolutamente posible. Es decir, podemos estar circunstancialmente alegres o tristes, pero si no perdemos el Sentido de la vida seremos felices más allá de las lágrimas o las risas eventuales (Jesús lloró ante la tumba de su amigo, o en Getsemaní, pero nunca dejó de ser feliz, pues obviamente para Él la vida, e incluso el sacrificio y la muerte por seguir un ideal, tenían sentido).
Entonces solo resta saber cómo encontrar el Sentido de la vida. Pues bien, al hablar de la búsqueda del hombre de la Verdad, el Sentido y la Felicidad, nos preguntábamos: ¿de qué modo responde Dios a nuestras preguntas existenciales? Y he aquí una de las claves esenciales para comprender las Sagradas Escrituras: la Revelación.
El hombre puede solo por su razón, y por distintas vías, descubrir que un Ser superior debe existir[4], pero no tiene manera de saber cómo es ese “Alguien” supremo o qué quiere de nosotros. Salvo que Él mismo lo quiera revelar. Y Dios quiso revelarle al hombre el misterio acerca de Sí mismo y de su voluntad[5]. Por algo creó a alguien que, por ser imagen de Él, es capaz de descubrirlo y amarlo.
Ahora bien, si nosotros (que somos humanos e imperfectos) sabemos que las cosas se enseñan de a poco, ¡cuánto más Dios! Si nosotros sabemos que a un niño de 3 años no se lo instruye de igual modo que a un adolescente de 15, ¡cómo vamos a esperar que Dios mismo no sepa esta regla pedagógica básica y nos quiera revelar todo de golpe! Por eso creemos que Dios fue revelándose progresivamente, fue “quitándonos el velo” acerca de su voluntad, esperando nuestros tiempos, de acuerdo al modo en que el hombre podía ir entendiendo semejante misterio de Amor. Tomando pacientemente todo el tiempo que fuera necesario (recordemos que Dios está más allá del tiempo, y que éste es una creación en función del hombre) para contarnos “cómo es Él y que quiere de nosotros”. Dejando para el momento culmen de su obra reveladora, hablarnos a través de su Hijo, mostrándonos de manera plena la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre en la misma persona de Jesucristo, verdadero Dios y Verdadero Hombre. Dice al respecto el autor de la carta a los Hebreos: “Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo”[6]
En la época del Israel del Antiguo Testamento, la Revelación fue progresiva, respetando la capacidad gradual del hombre para ir comprendiéndola. Es por eso que, como citamos en la primera sección, encontramos muchos textos que hablan del castigo, de la ira, e incluso de la venganza de Dios. La Toráh (la Ley o el Pentateuco) dice “…porque yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación…”[7]. Pero es la misma Biblia, en el Nuevo Testamento la que dice “… porque Dios es Amor”[8]. ¿Por qué esta aparente contradicción dentro de las Sagradas Escrituras? ¿Dios era de un modo antes y después cambió? Por supuesto que no (pues si cambiara no sería Dios). Nuestro Señor fue siempre de la misma manera. Es el modo en el que lo fueron comprendiendo los hombres lo que cambió. La Biblia en sus autores humanos, no tiene más ciencia que la de la época en que fue escrito cada libro. Cada hagiógrafo (escritor sagrado) iba volcando en su libro la creencia de Dios en el estado o etapa en el que se encontraba la Revelación. A través de ellos Dios se fue revelando progresivamente en el Antiguo Testamento. Pero al llegar Jesús, la Revelación llegó a su plenitud. Ahora sí podemos saber cómo es Dios y qué quiere de nosotros, pues Él mismo entró en nuestra historia para contárnoslo. Todo lo que necesitamos para nuestra Salvación, para que nuestra vida tenga sentido, Dios ya lo ha revelado en Jesucristo. Por eso, no es lo mismo lo que leemos de Dios en el Antiguo Testamento (cuando la Revelación era progresiva), que lo que contemplamos en el Nuevo Testamento (donde la Revelación ha llegado a su plenitud en Jesús). Al descubrir este proceso, nos quitamos por completo los cuestionamientos que nos generan algunos textos del Antiguo Testamento, pues si se quiere ver ciertamente “cómo es Dios” habrá que recurrir al Nuevo. De cualquier modo es edificante ver cómo un Pueblo supo leer su historia a la luz de Dios. Y cómo Él no se apresuró, sino que pacientemente fue preparando la venida de su Hijo respetando los tiempos de los hombres. Es por esto que leemos con pasión los textos del Antiguo Testamento, aunque la Verdad plena nos llegará en el Nuevo.
Es muy gráfico para entender este proceso pedagógico progresivo de Dios, el concepto de pureza e impureza del Antiguo Testamento. No existía, en los tiempos del Israel bíblico, por razones obvias, los avances en medicina que existen hoy. Cuando no se tenía explicación acerca del motivo por el cual una persona sufría determinada enfermedad, se la atribuía a Dios. El razonamiento podemos imaginarlo así: si Dios es justo, y le está enviando este sufrimiento a este hombre, es porque sin duda ha pecado, esta “impuro”. Si ya nació con la enfermedad (por ejemplo una ceguera de nacimiento), entonces habrán pecado sus ancestros, pues Dios no va a mandar una enfermedad así por que sí... Esta forma errónea de pensar dividía injustamente a los hombres entre “impuros” (considerados pecadores castigados y despreciados justamente por Dios) y los “puros” (por ejemplo los “sanos”, como signo evidente de la bendición de Dios). Es por este modo equivocado de entender a Dios y al hombre que aparecen textos del Antiguo Testamento en el que se habla del Dios castigador y su ley implacable para con los hombres. La Ley dirá, por ejemplo, “La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando “¡Impuro, impuro!”. Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento.”[9]. Es decir que, además de sufrir la enfermedad, debía sentirse castigado por Dios y humillado por los hombres. También hay que acotar que nadie podía entrar en contacto con un impuro, pues se “convertía” en otro impuro.[10] Es evidente el desprecio, la marginación y la discriminación que generaba en el pobre enfermo este tipo de leyes (que para los judíos de la época era la máxima expresión de Dios).
Este proceso progresivo de Revelación de la verdad por parte de Dios, irá modificando este modo primitivo e injusto de interpretar la fe. Esta pedagogía paciente de Dios, se verá más clara aún cuando hablemos más adelante del “eje Alianza”, pero adelantemos algo... Con la triste experiencia del exilio como trasfondo histórico[11], la predicación de los profetas irán acercando los conceptos a lo que tiempo después traería el propio Jesús. Es así como se empieza a cambiar la idea absurda de que estamos sufriendo algún castigo por lo que pudieron hacer mis padres, mis abuelos, etc. Se comienza a hablar de la responsabilidad individual de nuestros actos. Jeremías, por ejemplo,  desmiente un refrán popular que metafóricamente demuestra el concepto erróneo de ser víctimas de faltas que cometieron otros: “En aquellos días no se dirá más: Los padres comieron uva verde y los hijos sufren la dentera”[12]. Ezequiel por su lado reafirma lo dicho por Jeremías “Ustedes preguntarán: “¿por qué el hijo no carga con las culpas de su padre?”. Porque el hijo practicó el derecho y la justicia, observó todos mis preceptos y los puso en práctica, por eso vivirá”[13]. Pero además de remarcar la responsabilidad individual, van mostrando la imagen de un Dios que no quiere la muerte del pecador sino su conversión: “Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido… seguramente vivirá… ¿Acaso deseo yo la muerte de pecador –dice el Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva?”[14]; un Dios dispuesto al perdón: “Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado”[15]
Aunque la novedad absoluta la transmitió Dios mismo encarnándose en nuestra historia. Jesús nos trajo la plenitud de la Revelación. Nos muestra a un Dios que es (como ya he nombrado) como un Padre que está esperando en la puerta la vuelta del hijo que se alejó[16]. Un Dios que, para defender al “impuro” del juicio de los supuestos “puros”, dice que “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”[17]. Que nos libera de pensar que solo sufren los malos[18], pues la naturaleza y la historia no está determinada por Dios sino que tiene su propia autonomía.[19] Jesús nos trae la imagen de un Dios que nos urge a la conversión, que no quiere el pecado, que impulsa a luchar contra las injusticias, pero que también es capaz de dar la vida por sus amigos. El Dios que nos muestra Cristo no nos evita mágicamente el sufrimiento y la muerte[20], pues de ese modo no seríamos libres, pero le da a ambos un sentido salvífico y único, a través de su pasión, muerte y resurrección.
Volviendo al ejemplo anterior de las leyes de impureza presentes en la Toráh, podemos ver claramente cómo Jesús rompe con las estructuras caducas y las mentalidades cerradas casi sin emitir palabra. En el evangelio de Marcos[21], nos encontramos con un leproso que sin haber advertido a los demás su presencia con el grito “¡impuro, impuro!” que le imponía la ley, apareció imprevistamente al lado de Jesús y de los que siempre lo rodeaban. Quebrantó una ley injusta, pues sintió que era la oportunidad de su vida. Pero lo curioso está dado por la actitud del Maestro. Los que estaban con Él se habrán escandalizado al ver que Jesús no condenaba a este impuro por su actitud, sino que, por el contrario, entraba en diálogo con él. Y ante el pedido confiado de sentirse puro, Jesús lo cura, pero lo hace tocándolo a la vista de todos. Lo prohibido por la “ley de Dios” (tocar a un impuro, pues si lo hacías te convertías en uno de ellos), era permitido y deseado por el enviado del mismo Dios. Evidentemente, no hay ingenuidad en el accionar de Cristo, con un solo gesto está cambiando una visión distorsionada de Dios, que influía negativamente en el modo de vivir la fe del pueblo. Y éste es sólo uno de los tantos ejemplos que se pueden dar.
Jesús llevó la Revelación a su plenitud. Todo lo que necesitamos para nuestra salvación ya fue revelado. Por supuesto que siempre habrá misterios, pues Dios es inabarcable, por esto San Pablo dirá: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente, después veremos cara a cara.”, pero no quedan dudas sobre cuál es el camino para alcanzar el sentido de la vida, y por ende la felicidad, pues Jesús mismo es “…el Camino, la Verdad y la Vida”[22]
El de la Iglesia, es el tiempo (nuestro tiempo), de la comprensión progresiva de la Revelación que ya fue dada en plenitud por el Hijo de Dios. El Espíritu Santo nos asiste para comprenderla, aplicarla a la realidad que nos toca vivir, prestando atención a los signos de los tiempos. Por ejemplo: Jesús no habló de la adicción a la cocaína, ni del calentamiento global o el capitalismo salvaje, pues no existían en el tiempo de su predicación, sin embargo, como Iglesia debemos dar respuesta a las nuevas situaciones que se van dando en el devenir histórico concreto. Tampoco hay una enumeración de las dificultades concretas que cada uno de nosotros debe enfrentar en la vida, con las consiguientes recetas para las soluciones. Pero es partiendo desde la Revelación que nos preguntamos: ¿Qué haría Cristo en nuestro lugar? Tamaña responsabilidad hay que vivirla con muchísima prudencia y humildad, sabiendo discernir muy bien lo que es voluntad humana y Voluntad divina, no pretendiendo interpretaciones o “iluminaciones” individuales, sino buscando siempre la reflexión en comunidad, pues la Iglesia lo es esencialmente.
Por eso, nunca debemos separar la fe de la vida concreta, pues Cristo nunca lo hizo, y me quedo con una frase de Monseñor Angelelli “Hay que tener un oído en el pueblo y el otro en el Evangelio”…[23]



[1] CONCILIO VATICANO II Nostra Aetate 1
[2] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA 27
[3] www.somoscatequistas.blogspot.com
[4] Cfr. Rom. 1,19-20; Sab. 13,1-9
[5] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Dei Verbum 2
[6] Hb. 1,1-2
[7] Éx. 20,5
[8] I Jn. 4, 8
[9] Lev. 13,45-46
[10] Cfr. Lev. 5,3
[11] Ante la muerte de Salomón (-933), el pueblo elegido se dividió en: Reino de Israel al norte (con capital en Samaria) y Reino de Judá al sur (con capital en Jerusalén). El Reino del Norte cayó en manos de los asirios en el -722 y el del sur sufrió un asedio de parte de los babilonios desde el -598 y cayó definitivamente en el -586. Muchos fueron deportados a Babilonia y la dolorosa experiencia del exilio duró hasta que los persas dominan e invaden los territorios, y Ciro, mediante un edicto, permite el retorno de los exiliados (-538).
[12] Jer. 31,29
[13] Ez. 18,19
[14] Ez. 18,21-23
[15] Jer. 31,34c
[16] Cfr. Lc. 15,11-32
[17] Cfr. Jn. 8,1-11
[18] Cfr. Lc. 13,4
[19] III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO “Documento de Puebla” Nº 308
[20] Cfr. Jn. 15,18-27
[21] Mc. 1,39-45
[22] Jn. 14,6
[23] Enrique Angelelli, Obispo argentino, nacido en 1923 y asesinado en 1976 por ser fiel a sus convicciones.

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