jueves

En el año de la Fe, mirémonos para crecer (V)


Lo que vivimos:

Eje “moral”

No pocas veces, los no cristianos nos ven a los que queremos transmitir a Jesús, como una suerte de “la voz de la conciencia”, los que decimos cómo hay que vivir, sentenciando desde nuestra moral, las conductas de los otros. Esta actitud moralista, termina marcando nuevamente la diferencia entre “los puros y los impuros”, “los de adentro y los de afuera”, los que nos vamos a salvar por nuestra “moral cristiana” y los que se tienen que convertir urgente haciendo lo que nosotros le decimos. Lejos de seducir a las personas hacia Cristo, las suele atrincherar en su “a mi déjame así que estoy bien”, basados en un “¿y éstos, quién creen que son?”, y tentados a dejar en evidencia nuestra hipocresía, enumerando o imaginando (dependiendo del grado de conocimiento que tengan de nuestras vidas privadas) los errores que, como todo ser humano, cometemos.
Evidentemente, en esta suerte de evangelización mal entendida, influye nuevamente qué imagen de Dios tenemos. Si el Dios en el que creemos, dicta sentencias morales a cumplir y castiga a los que transgreden y premia a los que cumplen, es de entender que el que cumple estas leyes impuestas desde afuera (en este caso por Dios), crea que es más que los demás y desee (aún con buena intención) que los demás actúen como él, para que Dios frene el castigo que les corresponde y los premie por sus méritos. Pero una vez más necesitamos preguntarnos: ¿es éste el Dios en el que creemos? Si la respuesta es no: ¿en qué nos basamos? ¿Por qué hay cristianos que creen que debe ser así? ¿De donde parte la confusión? De nuevo intentaremos, de acuerdo a la intención de este libro, dar respuestas sencillas, con plena conciencia de que es sólo un recorte de lo mucho y profundo que podría decirse. Pero aún así, con la convicción de lo que afirmamos y lo que buscamos con esta propuesta, les compartimos nuestra mirada…

La moral del Antiguo Testamento

Al hablar de la Revelación y la Alianza, comentamos cómo se fue descubriendo a Dios progresivamente en el seno del pueblo de Israel, y cómo se podía expresar la relación con este Yahwéh que quería hacer Alianza con su pueblo. Y recurrieron a un género literario propio de la época (siempre para hablar de Dios, el hombre recurre a su lenguaje humano, pues no tiene otro), los pactos de vasallaje que se ponían por escrito y se leían a los pueblos intervinientes (el victorioso que dominaría, por un lado, y el que perdió la batalla y acepta ser vasallo (súbdito) del otro). Este modo de expresar la Alianza de Dios con su pueblo, era muy primitivo y limitado, pues acota el Amor de Dios a una relación basada en el cumplimiento de leyes, fría y moralista, que refleja a un Dios severo con quien transgrede. Hemos recorrido la progresión de la Revelación (cómo Dios paciente y pedagógicamente se fue “mostrando” de a poco) a lo largo de la Biblia, hemos sacado una conclusión que repetimos como para que no queden dudas: quedarse anclado en los textos antiguos, sin verlos en su contexto histórico, ni ver la plenitud de la Revelación que nos regaló Dios mismo asumiendo la naturaleza humana, es un grave error, teológico, bíblico, y pastoral.
Que quiero decir con todo esto: ¿no sirven más los mandamientos?, ¿no existe acaso una moral cristiana?, ¿cuál es, en todo caso, la moral que el Hijo de Dios nos trajo, llevando lo limitado y antiguo hacia la plenitud? Veamos…

Mandamientos y Bienaventuranzas

La moral cristiana no está basada únicamente en los Mandamientos[1] (válida expresión de la Antigua Ley), sino en las Bienaventuranzas[2]. Pero una expresión no anula a la otra, sino que la complementa, la eleva, le da un sentido nuevo (incluso más exigente), que me impulsa y no me deja quieto en la construcción del Reino. Si en las raíces de la Revelación, el pueblo decía: no hay que hacer a los demás lo que no te gusta que te hagan, en la Ley del Amor será: hay que hacer por el otro lo que te gustaría que hicieran por ti. Los mandamientos son lo que no hay que hacer, y esto sigue siendo válido para todos los tiempos, pues son el piso desde donde arrancamos una moral básica y lógica, pero Jesús me invita a no quedarme en “no hacer el mal”, sino que me impulsa a “hacer el bien”, que no es lo mismo. Una ley me prohíbe lo malo, la otra no la anula, sino que desde ese actuar básico (evitar el mal) me dice que seré “Feliz” (Bienaventurado) si me animo (aún arriesgándome) a hacer el bien. Esto intentó Jesús transmitir desde el pie de un monte (así como Moisés enunció la antigua Ley al pueblo al pie del monte Sinaí), al decir “ustedes oyeron…” citando textos de la Ley antigua, y agregaba “pero yo les digo…” y nos dejó una ley mucho más exigente, pues no me instala en la comodidad del cumplimiento, sino que me llama a la construcción del Reino. Nueva Ley que me convierte, de ser un fiel observante de las prescripciones, a un Testigo del Amor de Dios hacia la humanidad. Para la persona que ama “el amor es la ley suprema de su vida (ley interior, ley del corazón) y a la que subordina toda otra ley (mandamientos,…, tradiciones, costumbres).Pero esto no implica contradicción, en principio, porque todas las leyes brotan del amor… Cuando San Agustín decía –Ama y haz lo que quieras- resumía una moral y no predicaba un laxismo de las ganas”[3]. Por eso Jesús, comienza su discurso (conocido como el “Sermón del monte”) proclamando las Bienaventuranzas y lo finaliza dando la posibilidad de construir sobre la “Roca” que es su Palabra[4]. Más que una enumeración de preceptos, la Moral cristiana es un estilo de vida para el hombre, el que nos propone Jesús de Nazareth, no encerrado en un cumplimiento individual y evasionista, sino en una apertura a Dios y a los demás, por eso “…justamente Jesús fue hombre en su máxima expresión: -Aquí tenéis al Hombre- (Jn. 19,5), el proyecto definitivo y último del “ser hombre”. Con su actitud nos está diciendo que cuanto más nos abrimos a los otros y al Gran Otro, cuanto más libres somos para los otros y para el Gran Otro, más nos convertimos en personas”[5].
Pero aún así, pareciera no dejar de ser algo a cumplir… salvo por un “detalle”: la verdadera motivación de dicho “cumplimiento”. Para entender esto, debemos descubrir que la moral cristiana es una moral de respuesta. Para ello, es imprescindible haber descubierto la Buena noticia. Un Evangelio que toca, transforma y da sentido a nuestras vidas, que nos revela a un Dios que nos ama profunda e incondicionalmente, y por todo esto, provoca en nuestro interior un deseo de responder con amor al Amor. Por eso, la moral cristiana no es un cumplimiento jurídico ante un Dios que me puede castigar o premiar, sino que tiene su motivación más profunda y verdadera en el Amor. Juan Pablo II nos recordará en una de sus encíclicas[6] a San Agustín preguntándose: “¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?”. Y responde: “Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos.[7]
Llevándolo al plano de las opciones personales, podemos agregar que mientras sea una moral impuesta desde afuera (extrínseca), no tendrá consistencia ni generará perseverancia. Es lo que se denomina “moral heterónoma”. En cambio, cuando la moral es respuesta firme, que surge del interior (intrínseca) de un corazón que se reconoce amado, tendrá la entereza de la propia decisión, que expresa un sentido encontrado en el Amor. Es lo que llamamos “moral autónoma”. Será entonces, una opción fundamental.
Pastoralmente, se puede caer en el error de ubicar la liturgia y la moral, antes que la Buena nueva (Evangelio). Por un lado, quedó claro que no puede celebrarse lo que no se conoce, por eso la Liturgia es la celebración de la fe ya descubierta. Por otro, la moral cristiana no surge de la conducta de cada uno que provoca que Dios nos ame, sino que es el Amor primero de Dios que suscita en nuestras vidas, una respuesta humilde, agradecida, comprometida y amorosa.
Volviendo a los cuestionamientos del principio: ¿qué es lo que tenemos que transmitir? No quedan dudas: el Evangelio, y no un conjunto de leyes a cumplir; una Buena Noticia, y no una moral que cargue en los hombros de los demás, cosas que a nosotros se nos suelen caer; un testimonio de amor, con la humildad del que se sabe igual al otro y quiere que juntos experimentemos el amor de Dios y la vocación de construir un mundo mejor; un sentido profundo; una felicidad posible; un Amor eterno… entonces, la moral cristiana brotará de cada corazón amado.



[1] Cfr. Éx, 20,1-17
[2] Cfr. Mt. 5,1-12
[3] BRUNERO, María Alicia. “La moral de los cristianos no es un yugo”. Ediciones Didascalia. 1998. Cap. 15, pág. 203.
[4] Este “Sermón del monte” lo encontramos en el evangelio de Mateo en los capítulos 5, 6 y 7. Cómo Mateo dirige su evangelio a los cristianos provenientes del judaísmo, es programática la comparación entre la antigua ley y la nueva ley que trae Jesús. Si bien se percibe en toda su obra, en estos capítulos es mucho más explícita.
[5] GASTALDI, Ítalo. “El hombre, un misterio”, EDBA, 1996, 2º parte cap. 2 pto. II, 2.2, e
[6] JUAN PABLO II. Veritatis Splendor, Cap. I, pto 17 Ed. San Pablo 1993
[7] SAN AGUSTÍN. In Iohannis Evangelium Tractatus, 82, 3: CCL 36, 533

En el año de la Fe, mirémonos para crecer (IV)


Lo que celebramos:

Eje “celebrativo”

Toda expresión religiosa del hombre a lo largo de la historia, incluye de algún modo el “rito”, la celebración de lo que se cree, en donde el poder de lo simbólico ayuda a cargar de sacralidad lo cotidiano. Los signos expresan veladamente (pero realmente) los canales abiertos entre el hombre y la Divinidad. Nuestra fe no está exenta de este marco celebrativo, instituido por Jesucristo, celebrado por los primeros cristianos ya desde los orígenes de la Iglesia y continuado hasta hoy, por el mismo Pueblo de Dios, a través de lo que llamamos Liturgia.
Pero el hombre puede perder de vista el sentido profundo y verdadero de esta hermosa posibilidad humana de celebrar nuestra fe. No es intención de este libro hacer un tratado de Liturgia ni mucho menos (para conocer más sobre esto abundan los libros que analizan y ayudan a aplicar la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II), sólo intento que re-descubramos juntos el deseo de celebrar.
El primer paso (necesariamente acotado en este libro, pero esencial) está dado en los ejes anteriores: ¡hay mucho que celebrar! El Dios en el que creemos es dador de Vida, pero no sólo de impulso biológico, sino que nos dio su “aliento” de vida[1], somos su imagen, nos hizo a su semejanza[2], “poco inferior a los ángeles”[3], Ninguno de nosotros está en la vida por casualidad. Fuimos queridos por Dios. Y somos sostenidos en la existencia por su infinito Amor hacia cada uno de nosotros. Ahora bien, dijimos que además nos creó con un deseo de búsqueda de Aquello que nos sacie nuestro anhelo de felicidad, pues quiere que la hallemos. Pero no se contenta con el esfuerzo humano por encontrarlo, sino que sale a nuestro encuentro para revelarse, de modo que podamos encontrar respuesta a nuestras preguntas existenciales y de ese modo encontrar las razones para vivir y ser feliz. Dios es también dador de sentido de la Vida. Pero la originalidad de nuestra fe encuentra su expresión cumbre en el hecho de que creemos en un Dios que se hizo hombre, para salvarnos desde nuestra propia realidad, hacerse visible de tal manera que su Revelación llegue a la Plenitud. Locura inadmisible para muchos[4], “locura” de Amor para nosotros, de la cual la Cruz fue su máxima expresión.
De cualquier modo, todo hubiera quedado trunco sin la Resurrección de Jesús. La Pascua de Cristo es la que le da sentido a todo[5]. De allí brotan los canales de gracia que Jesús dejó para nosotros y que la Iglesia administra en el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[6]. La Pascua llena de sentido nuestras vidas, pues si tenemos esperanza de encontrarnos nuevamente con nuestros seres queridos que han fallecido, es por la Pascua de Cristo, si la propia vida no se termina en la tumba, (y por ende es más fácil enfrentar las cruces que nos pone la vida), es por la Resurrección de Jesús. Por eso transmitimos el kerigma[7] en relación íntima con la vida concreta. Pero además (y siguiendo con los motivos para celebrar), sabemos que Dios respeta nuestra libertad, sin abandonarnos a nuestra suerte. El Dios en el que creemos, nos acompaña en el camino, hasta que nos regale la plenitud eterna que esperamos. A toda esta suerte de resumen humilde (y casi irrespetuoso de mi parte al pretender sintetizarlo en pocas líneas) de nuestra fe, habría que agregar dos cosas no menos importantes: las vivencias personales del Amor de Dios hacia nosotros, y los motivos de alegría humana que toda persona tiene si sabe buscar en su historia personal (pero esto, obviamente, se lo dejo a cada lector). A esta altura, cabe preguntarse: ¿alguien puede dudar de todo lo que hay para celebrar?
Ahora bien, “celebrar” y “cumplir” empiezan con la misma letra, pero ésta es su única similitud. Cuando la fe personal se mide por la cantidad de misas a las que asistimos, o el compromiso de “la gente” lo juzgamos por su asistencia a las celebraciones dominicales (con la consiguiente crítica hacia afuera, es decir de “los que vienen a misa” hacia “los que no vienen”) es, al menos un reduccionismo impresionante de lo que Jesús transmitió en los caminos de Palestina. Si “asistimos” a las celebraciones sacramentales, sólo por “cumplir con la Iglesia y sus preceptos”, mirando de reojo al que no va, u observando críticamente al que va pero no sabe responder a una oración, o desconoce en qué momento debe pararse o sentarse, podríamos asegurar que el fariseísmo no acabó…
Yo necesito alimentarme de Jesús, pues descubrí que no puedo enfrentar sólo la vida… Y Él me regala en cada Eucaristía su Cuerpo y su Sangre.
Deseo profundamente dar mi respuesta libre y “sumergirme” en la Salvación que gratuitamente ya me regaló… Y Él me dejó el Bautismo.
Descubrí su inmenso amor y quiero proclamarlo al mundo (o por lo menos a mi “porción de mundo”)… Y Él me impulsa a través de su Espíritu en la Confirmación y me convierte en su testigo.
Tanto Dios como yo sabemos que me voy a equivocar una y mil veces (o setenta veces siete[8])… Y Él me deja abierta la posibilidad de la Reconciliación…
Y podríamos seguir enumerando pero siempre vamos a llegar a lo mismo: Dios sabe que lo necesito, y ahí está, acompañándome como Buen amigo[9], sin hacer el camino por mí, pero dándome la fuerza necesaria para seguir adelante.
Me gozo en descubrir a un Dios que es comunidad de Amor y junto a mi Pueblo (comunidad, por ser imagen de Él) celebro la dicha de sentirme amado.
Por algo, la Iglesia propone una participación de los fieles en la Liturgia consciente, activa y fructuosa[10], sin la cual sólo estaríamos ante cumplimiento de un rito vacío de significatividad vital. Por algo también el Concilio insistía en la adaptación de la liturgia a las culturas[11], y en la simplificación de los ritos[12]
Lejos todo esto de un cumplimiento burocrático sacramentalista, en el cual se puede caer con facilidad cuando se nos desdibuja el verdadero rostro de Dios. Es cierto que hay normas y rúbricas[13], y que muchas de ellas tienen un bello sentido simbólico (que hay que enseñarlo y no darlo por supuesto), pero cuando las formas son más importantes que la esencia, perdimos el camino…
Quizás, debamos volver a leer lo que Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra de las primeras comunidades[14], en donde no aparece la palabra cumplimiento, ni condenación, sino que en el centro del relato se puede encontrar la mención a la alegría y sencillez de corazón. Finalmente, la celebración de nuestra fe brota espontáneamente (como toda respuesta de amor al Amor), de nuestros corazones y se expresa a través de la Liturgia, como Pueblo unido y diverso que refleja la imagen de nuestro Dios: Uno y Trino, dador de Vida y Amor.
Por algo San Pablo, lejos de plantearlo como una carga, y aún sufriendo la prisión por anunciar a Jesús, le escribe a su amada comunidad de Filipos: “Alégrense siempre en el Señor…El Señor está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces, la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo sus cuidados los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”.[15]



[1] Cfr. Gén. 2,7
[2] Cfr. Gén. 1,26
[3] Sal. 8,6
[4] Cfr. 1 Cor. 1,23
[5] Cfr. 1 Cor. 15,17
[6] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 7
[7]Primer anuncio”, que en los albores de la Pascua y en boca de los apóstoles fue un -“¡está vivo, resucitó!”-
[8] Cfr. Mt. 18, 21-22. Teniendo en cuenta el valor simbólico del número siete para los judíos (7= plenitud), la exageración en la respuesta de Jesús podría “traducirse” como un simple “siempre”.
[9] Cfr. Jn. 15,15
[10] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 11.
[11] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 37-38.
[12] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium 50.
[13] Los libros litúrgicos tienen unos escritos (rúbricas) en distinto color que dicen cómo se tienen que hacer las cosas en cada momento de la celebración. Son necesarias y cada una de ellas tiene un sentido, pero la importancia desproporcionada dada estas indicaciones por encima de lo fundamental, es una distorsión de la Liturgia conocida como “Rubricismo”.
[14] Hech. 2,44-47
[15] Flp. 4,4-7

En el año de la Fe, mirémonos para crecer (III)


Eje “Alianza”

La Revelación de la que hablamos, no tiene un objetivo divino emparentado sólo con el conocimiento de respuestas a preguntas existenciales, sino que apunta a llevar a los hombres a una comunión con Él. A éste llamado de Dios a relacionarse de modo íntimo con Él, la Biblia la llama: Alianza. Dios le muestra al hombre a través de los tiempos cómo es Él y cuál es su voluntad para que sea posible un pacto de amistad, una comunión amorosa que lleve al hombre a la felicidad. Es decir que así como la Revelación se puede relacionar con la Verdad, la Alianza está sostenida por el Amor. La primera, tiene su sentido dirigido hacia la segunda. La Verdad revelada está en función de una comunión de Amor.
Pero ¿cómo está expresada esta Alianza en la Biblia? ¿Cómo se ve la progresión de la Revelación de la que hablamos anteriormente en el concepto “Alianza”? Y volviendo a objetivo central de este libro: ¿Cómo es “este Dios” que quiere hacer alianza con el hombre?
El Pueblo de Israel, a través de los acontecimientos vividos, llegó a esta certeza. Dios quiere hacer un pacto (berit en hebreo) con ellos. Llegan a esté convencimiento (el de un Dios que los salva y hace alianza con ellos) antes incluso a que lo descubran como “creador”. Para definir esta realidad trascendente (y por ende difícil de poner en palabras humanas), parten de las alianzas que conocen entre los hombres (acuerdos entre países hermanos[1], pactos de paz[2], de amistad[3], matrimoniales[4], etc.)[5]. Pero en todos estos casos, eran pactos entre iguales; y el de Dios y los hombres (que era el pacto que el pueblo quería expresar) evidentemente era entre partes desiguales. Quizá por este motivo, al narrar por escrito la alianza del Sinaí, se utilizó una forma literaria propia de los pactos humanos de “vasallaje”. Muy conocidos para los pueblos que sufrían en esa época numerosas guerras, invasiones y enfrentamientos entre sí. El rey vencedor (representando a su pueblo) ofrecía un pacto al rey vencido en lugar de la aniquilación total (o el pacto era pedido por el rey vencido ante la certeza de la inminente derrota). Cuando estas alianzas de vasallaje se ponían por escrito, tenían un orden y estilo literario que es el mismo que utilizó el pueblo de Israel para expresar la alianza del Sinaí[6]. Evidentemente que la relación entre Dios y su pueblo no era lo mismo que la de un pueblo que domina a otro. Pero los escritores sagrados encontraron en el estilo de los pactos de vasallaje, un modo de relatar algo que supera nuestra posibilidad de explicación con palabras humanas: ¡el Dios Todopoderoso poniéndose a nuestra altura para invitarnos a pactar con Él!
La Alianza del Sinaí, como complemento y culminación de la Pascua judía (la liberación del pueblo de la esclavitud egipcia) representa una realidad profunda y maravillosa, como su fórmula lo indica “Yo seré vuestro Dios y ustedes serán mi pueblo”[7] Un llamado a la comunión y a la intimidad que movió los corazones y motivó la fidelidad absoluta al Dios que salva. Pero al estar expresado en términos jurídicos (siguiendo el estilo de los pactos de vasallaje) tenía sus límites y peligros: que se caiga en una relación con Dios de mero cumplimiento, que se actúe por miedo a un castigo (maldición) o a la espera de una recompensa (bendición), que el pueblo judío crea que Dios y su acción salvadora es sólo para ellos (“exclusivismo”), que se piense que la salvación personal depende de nuestras acciones (no es Dios el que me salva sino uno mismo al cumplir con La Ley), que se divida a la gente entre los “benditos” y los “malditos” (con la consiguiente soberbia de algunos y la marginación de otros), y podríamos seguir citando… A esta altura y haciendo un paréntesis en el relato para volver a nuestros días, debiéramos preguntarnos: ¿Es ésta la máxima expresión de Dios en la Biblia? ¿Es este modo jurídico de relacionarnos con Dios, el que debe imperar hoy en nosotros?
Evidentemente, esta alianza no implicaba lo definitivo, era parcial y preparatoria para una nueva y plena (recordar lo dicho sobre la Revelación progresiva en el Antiguo Testamento), y los que percibieron esto fueron los profetas. Es así como la alianza entre Dios y su pueblo, en boca de los profetas se fue cargando de afectividad, perdiendo progresivamente su carácter jurídico y acercándose mucho a lo que Jesús nos mostraría. Sería largo enumerar todas las imágenes que nos regalan los profetas en textos hermosos. Aquí van algunas de ellas, a modo de ejemplo (y los invito a leer los textos citados para captar la belleza de lo expresado): Dios es como una Madre que no abandona[8], Dios es el Pastor y el pueblo su rebaño[9], Él es como un Padre que alza cariñosamente a su niño y lo pone contra su mejilla[10], como un esposo fiel que perdona la infidelidad de su esposa[11], y la lista podría seguir…
A su vez, el pueblo fue percibiendo (de modo especial como ya hemos dicho a través de los profetas en torno al doloroso exilio en Babilonia), que ante la infidelidad del pueblo la Alianza del Sinaí no alcanzaba para liberar al pueblo de su pecado, pero Dios sigue siendo fiel. Basados en la certeza de esta fidelidad divina, comienzan a anunciar una Nueva Alianza, de la cual la del Sinaí sólo fue una preparación. La “Ley” de esta Nueva y misteriosa Alianza estará dentro de cada uno, escrita por Dios en cada corazón, todos conocerán plenamente a Dios, que habrá perdonado a los hombres, de una vez y para siempre[12]. A través de esta Nueva Alianza, Dios nos purificará de tal modo que “nos arrancará el corazón de piedra y nos pondrá uno de carne”, infundirá su propio Espíritu en nosotros, y como muestra de su fidelidad (a pesar de la infidelidad del pueblo a la alianza del Sinaí), repetirá la frase ya nombrada anteriormente, que cual dulce letanía acompañó siempre la propuesta de la Alianza “Ustedes serán mi Pueblo y Yo seré su Dios”[13].
También es de notar que, a las profecías mesiánicas, que daban cuenta de que el Ungido[14] sería un Rey descendiente de David[15], se le agrega un matiz absolutamente novedoso, a través de un  personaje misterioso, un Siervo sufriente, un Servidor de Yahwéh[16]. Cuatro poemas o cánticos del “déutero-Isaías”[17] nos dejan este anuncio maravilloso que anticipa notablemente la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Más allá de la intención del autor en el momento histórico[18], los apóstoles aplicaron, cinco siglos después, estos textos a Jesús mismo[19]. El Salvador, no lo sería sólo para Israel: se proclama la universalidad de la salvación. Por otro lado, sin dejar de ser un Rey victorioso, su triunfo pasará por un juicio injusto, las torturas, el sufrimiento... Se lo consideraba castigado por Dios, cuando en realidad, por sus heridas éramos sanados. Será hundido en el polvo de la muerte, pero verá la Luz[20].
Uno que ya conoce la Alianza nueva y eterna que trajo Jesús, podría pensar que habría sido muy difícil para el pueblo judío de hace 2000 años atrás, pasar de golpe de una alianza de cumplimiento a una de amor cómo la que predicó Jesús. Pero dijimos que Dios se fue revelando progresivamente, y esa paciente pedagogía divina fue preparando al pueblo, acercándolo, a través de los profetas, a lo que Cristo traería. Sin embargo, gran parte del pueblo se aferró más al aspecto legal de la antigua alianza que a lo que los profetas predicaron. Y esto es palpable en los relatos evangélicos, tanto en el esfuerzo de Jesús por quebrar estas estructuras caducas e injustas, como en la dificultad de muchos en aceptar un mensaje que requiere un cambio de mirada hacia Dios y su relación para con nosotros.
Para entender la profundidad de la Nueva Alianza, habría que leer y comprender cada versículo de los evangelios, y aún así no llegaríamos a captar toda su hondura, pues Dios es inabarcable para nuestra capacidad humana. Uno supone que los lectores de este libro, conocen, en buena parte al menos, los relatos de los cuatro evangelios, pero de no ser así, los invito a leerlos y “gustarlos”, pues ellos les otorgarán por sí mismos mucha más luz que la que pueda aportar este humilde escritor (que lo único que hace es basarse en ellos).
Pero si bien es imposible en esta obra analizar en profundidad los mismos, podemos sacar algunas conclusiones tomando en cuenta el sello de la Nueva Alianza que Jesús formula la noche anterior a su muerte y realiza decididamente el día siguiente en la cruz[21].
El evangelio de Marcos[22] nos relata la última cena de Jesús con sus discípulos, en la cual, el Maestro realiza el enigmático signo de bendecir, partir y repartir el pan diciendo que es su Cuerpo, y lo mismo con la copa de vino, dando gracias y entregándola para que todos beban de ella diciendo que es su Sangre. Hasta aquí sus palabras resultarían absolutamente inentendibles, más allá de la utilización de signos ya conocidos por los judíos en el contexto de la Pascua[23], pero deja una pista clave para la comprensión: “Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos”[24]. Es decir, este gesto de Jesús es la síntesis de todo lo que dijo e hizo en los años anteriores, es la conclusión de lo anunciado, lo que vino a traer: una Nueva Alianza. La misma será sellada con una Sangre que será derramada por muchos, hecho que ocurriría sólo unas horas más tarde…
En el texto paralelo del Evangelio de Mateo[25] vemos que se agrega al relato anterior que la sangre derramada por muchos es para el perdón de los pecados.
En Lucas[26] Jesús explicita que el Cuerpo que está invitando a comer, será entregado, volviendo a unir este gesto sacramental con lo ocurriría al día siguiente en su pasión. También lo instituye como memorial, pidiendo que se haga en memoria suya. Por último, hay un detalle no menor: el “para muchos” se hace más personalizado, convirtiéndose, en un directo y cercano “por vosotros”.
Juan no cuenta este hecho de la última cena (cuenta otros también importantes y significativos como el “lavatorio de los pies” o “el mandamiento del Amor” entre otros[27]), pero el que hace mención también de este momento es Pablo en la Primera carta a los Corintios[28]. Él explicita lo ya dicho con anterioridad, Jesús con su Sangre derramada “sella” la Nueva Alianza, que será proclamada cada vez que se realice este Memorial hasta que Él vuelva.
A esta altura, queda claro que en el “por vosotros” estaba cada uno de nosotros, la Nueva Alianza es de Dios hacia mí, es un Pacto de amistad propuesto por alguien que nos deja un testamento[29], nos convierte en herederos de su Perdón, de su Gracia, de su Amor hasta el extremo. Lo realizado por Jesús en la última cena, no es un rito con un contenido conceptual a aprender, implica una acción concreta que será llevada a cabo al día siguiente. Un Dios, que no sólo me llama amigo, sino que da la vida por mí[30]. Un Dios que se hace garante de la Alianza pues conoce mis infidelidades y la sella con su propia Sangre, por seguir fiel a su misión hasta el final. Un Dios que hace que mi corazón rebalse de Amor. Un Amor que no me puedo guardar, y si entendí todo lo que Jesús dijo e hizo hace dos milenios atrás, el mejor modo de retribuírselo es amando a los demás…
La reflexión apostólica del primer siglo profundizará el conocimiento de la Nueva Alianza[31], crecerá la certeza de la universalidad de la Salvación, siendo depositario (heredamos, custodiamos y transmitimos algo que no es de nuestra autoría, ni nos pertenece con exclusividad) de la misma el nuevo Pueblo de Dios[32]. Somos un Pueblo que no se proclama a sí mismo, sino que predica el Reino. Un Pueblo libre, por la ley del Espíritu[33], que nos hace llamar a Dios “Abba” es decir “Papá”[34], pues somos hijos de Dios y sus herederos, coherederos con Cristo[35]. ¡Enorme muestra de su Amor!, y con la promesa de llegar a ser, cuando se manifieste nuevamente, semejantes a Él, pues lo veremos tal cual es[36].
Somos la continuación de Cristo en la historia, para proclamar al mundo esta Alianza de Amor. Si por el contrario, proclamamos la Antigua Alianza (sólo mandamientos, Dios castigador, relación de cumplimiento con Él, buscando los premios y evitando los castigos, salvación por acumulación de méritos y no por gracia de Dios, separar el mundo en “los de adentro y los de afuera” es decir “los puros y los impuros”, discurso moralizante con ausencia de la Buena noticia, etc.) estaremos lejos de la hermosa vocación que Jesús le dio a su Iglesia[37]. En cambio, si nos convertimos testigos de su Evangelio, seremos profetas del sentido profundo que tiene la humanidad en Cristo, un Sentido que el mundo en general busca ardientemente aún sin saberlo. Sólo así, seremos, como dice el libro de Apocalipsis, una “ciudad santa”, una “novia embellecida para recibir a su Esposo”[38] y podremos “oír desde el cielo” “Ésta es la morada de Dios entre los hombres, Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, el mismo Dios estará con ellos. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, no dolor, porque lo de antes pasó”[39]. Y aquella antigua fórmula de la Alianza, que recorre transversalmente toda la Biblia “Yo seré su Dios, ustedes serán mi Pueblo” llegará a su máxima expresión, cargando de Amor y sentido cada una de nuestras vidas: “Ésta será la herencia del vencedor: Yo seré Dios para él y él será hijo para mí”.



[1] Cfr. Am. 1,9
[2] Cfr.  Gén. 14,13; 21,22ss; 1 Re. 5,26; 15,19; entre otros.
[3] Cfr. 1 Sam. 23,18
[4] Cfr. Mal. 2,14
[5] Para profundizar el recorrido bíblico de la alianza, sugiero consultar LEÓN-DUFOUR X. Vocabulario de Teología bíblica. Biblioteca Herder. Artículo “Alianza” pág. 59
[6] Estos pactos generalmente comenzaban con una “presentación del rey vencedor” y un “recuerdo de favores pasados” (Cfr. Éx. 20,2), continuaban con una serie de “cláusulas o normas” a cumplir, entre las cuales no debían faltar “el respeto y las lealtades al rey vencedor” (Cfr. Éx. 20,3-17), se “comunicaba al pueblo y éstos se comprometían” a viva voz a cumplir con lo pactado (Cfr. Éx. 24,3), se “ponía por escrito”, se realizaba un “ritual” y se erigía un “memorial” (Cfr. Éx. 24,4-8). También se escribían las “maldiciones” para el que no cumpliese y las “bendiciones” para el que respete la alianza (Cfr. Deut. 27, 14ss; Lev. 26,3ss.); y las “listas de los dioses” de ambos pueblos, como garantes de dichas maldiciones y bendiciones (esto obviamente no aparece en el relato bíblico pues es el único Dios verdadero el que se hace garante de la Alianza y su cumplimiento).
[7] Cfr. Gén. 17,7-8; Lev. 26,12; Jer.  31,33; Ez. 37,27
[8] Cfr. Is.49,14-15
[9] Cfr. Ez 34,11-16
[10] Cfr. Os. 11,1-4
[11] Cfr. Os. 2,16-19
[12] Cfr. Jer. 31,31-34
[13] Cfr. Ez. 36,22-28
[14] Mesías en hebreo, Cristo en griego.
[15] 2 Sam. 7,12-17; Ez. 34,23-24;  Is. 7,13-14; Is. 9,1-6; Is. 55,3; Miq. 5,1-3; Sal. 89(88),20-38, entre otras.
[16] Yahwéh (“YHWH” en hebreo antiguo, idioma en el cual fue escrito casi todo el Antiguo Testamento) era el nombre dado a Dios por el Pueblo, basándose en el 3º capítulo del libro del Éxodo.
[17] Los estudios bíblicos actuales dan cuenta de que el “Libro de Isaías” en realidad es la recopilación de 3 obras distintas: una anterior al destierro en Babilonia, otra durante el mismo y otra posterior. El llamado “déutero-Isaías” (déutero = segundo) está ubicado en el centro del libro tal cual hoy lo tenemos y abarca los capítulos 40-55. Es entonces en el contexto del Exilio que aparece anunciado el personaje en cuestión: el Servidor del Señor.
[18] Se sigue analizando si el autor pretendía hablar de sí mismo, o de algún otro, aunque también es muy aceptada la opción de que esté refiriéndose al pueblo elegido personificado.
[19] Cfr. Mt. 12,15-21; Hech. 3,26; Hech. 4,27-28; Hech. 26,23; 1 Pe. 2,22-25; Flp. 2,6-11
[20] Cfr. Is. 42,1-9; 49,1-9; 50,4-11 y 52,13-53,12
[21] Hoy denominados por la tradición cristiana Jueves y Viernes santo.
[22] Marcos fue el primero en poner por escrito el Evangelio, más allá de que aparezca ubicado en segundo lugar en el orden de los Libros sagrados del Nuevo Testamento. Para muchos, Mateo y Lucas se habrían inspirado en él (junto con otra fuente perdida denominada “Q” y fuentes propias), para elaborar sus posteriores obras.
[23] La utilización de los panes ácimos (sin levadura) y la sangre del cordero (u otro animal de ganado) sacrificado, tienen sus raíces en los orígenes del pueblo aún antes de la celebración de la Pascua judía, pero es sin dudas en ésta, en la que logran un valor simbólico indeleble.
[24] Mc.14,22-24
[25] Mt. 26,26-29
[26] Lc. 22,19-20
[27] Cfr. Jn. 13,1-17,26
[28] 1 Cor. 11, 23-26
[29] El Nuevo Testamento fue escrito en griego (el Antiguo en su mayoría en hebreo), el término hebreo para designar la Alianza en el Antiguo Testamento como ya dijimos es “berit”, en el Nuevo el vocablo griego utilizado es “diatheke” que si bien sigue significando un pacto o alianza, implica a alguien que dispone de sus bienes, es decir algo que es dejado en herencia, un “testamento”.
[30] Cfr. Jn. 15,13-15
[31] O la comprensión progresiva de la Revelación ya dada, con la asistencia del Espíritu Santo (según donde situemos el término de la Revelación pública, que para la Iglesia es con la muerte del último de los Apóstoles).
[32] Cfr. 1Pe. 2,1-10
[33] Cfr. Rom. 8,1-2
[34] Cfr. Rom. 8,15
[35] Cfr. Rom. 8,16-17
[36] Cfr. 1 Jn. 3,1-2
[37] Cfr. Heb. 8,6-7
[38] Cfr. Apoc. 21,1-3a
[39] Apoc. 21,3b-4
RESULTADO DE ENCUESTAS ANTERIORES: