domingo

NO ESTOY DE ACUERDO CON DIOS (Un aporte de "Grupos Bíblicos Universitarios")




 No son sólo escritores o filósofos audaces los que piensan así. ¿Quién de nosotros no ha dicho o pensado lo mismo más de una vez?
Por ejemplo, frente
a las palabras de un antiguo libro: “Dios hace salir el Sol sobre malos y buenos
y hace llover sobre justos e injustos”. Precisamente en este punto no estamos
de acuerdo con Dios. Es esta falta de justicia la que nos indigna.
Cuando pensamos en el Vietnam, en el hambre de Etiopía, en los latifundios y
la miseria de Latinoamérica, o en increíbles arsenales de bombas atómicas, se
revuelve nuestro sentido de la justicia. ¿Cómo no ha de indignarnos que
mueran los jóvenes, que sufran los inocentes, que los culpables se queden sin
castigo y que prosperen los malvados?. ¿Cómo vamos a estar de acuerdo con
Dios que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e
injustos?.
Admitamos que aunque las palabras que hemos citado fueron pronunciadas
por Jesucristo en él célebre Sermón del Monte, no por ello nos inquieta menos.
Porque nos inquieta la injusticia. Tanto es así que ante ella muchos llegan a la
conclusión de que no hay Dios, o que si lo hay se ha olvidado del mundo, que
para el caso es lo mismo. Porque si hubiese Dios, y si el mundo le importase,
no permitiría que continuara la injusticia. Eliminaría a los malvados, acabaría
con los injustos, los explotadores, los desalmados.
Dicho de otra manera, si tu y yo fuésemos Dios, organizaríamos las cosas de
otro modo. Haríamos justicia. Ejerceríamos en gran escala y con todo el poder
que se supone que Dios tiene, este sentido de la justicia que nos ha llevado a
la protesta. En la vida diaria, frente a situaciones propias y ajenas, muchas
veces nos gustaría tener una posición de poder, aunque fuese mínimo, para
hacer justicia. Imagínate: ¡tener todo el poder de Dios para hacer las cosas a
nuestro modo!.
La verdad es que a cada momento en la vida diaria, estamos aplicando nuestro
sentido de la justicia a nuestras circunstancias. Si el camarero del restaurante
no te atiende bien, buscas de alguna madera que lo sancionen, o le sancionas
a tu modo. Si tu novio o tu novia te engaña, luego tiene que vérselas contigo. Si
un amigo te falla, te haces justicia aunque sólo sea en el tono de la voz cuando
vuelves a verle. Cuando dejes la universidad, al aumentar tu esfera de
influencia, tendrás mayores oportunidades de ejercer tu sentido de justicia. Y
esto que haces en pequeña escala es lo que harías en gran escala si fueras
Dios.
Por supuesto, si fuésemos Dios no dejaríamos que el Sol saliera sobre los
injustos. Nada de lluvia buena para ellos. Los neutralizaríamos, los
encerraríamos, los eliminaríamos. ¿No crees que casi todos tenemos una lista
negra de personas a las cuales, si fuésemos dios, no permitiríamos estar en el
mundo? Piensa por un momento en los manifiestos, proclamas,
conversaciones, discursos y amenazas que se oyen a diario en la Universidad
y fuera de ella. Veamos quiénes están en estas listas negras.
Para algunos son los de la izquierdas. El mundo sería un mundo desarrollado,
tranquilo y pacífico a no ser por los comunistas que se agitan entre las sombras
de Occidente y tiranizan a las masas sufrientes detrás del telón. La tarea de
arreglar el mundo tendría que comenzar por eliminarlos a ellos.
Para otros la lista negra está compuesta de nombres anglosajones. Los
malvados son los buitres de Wall Street, los barones de la banca mundial que,
con sus agentes nativos, manejan grandes imperios comerciales e industriales,
y fabrican armamentos y guerras para probarlos.
Cada cual sabe por dónde comenzaría la tarea de limpiar y reorganizar el
mundo, si fuese Dios. Probablemente tu tienes tus propias ideas al respecto, tu
propia lista.
Pero vamos a ver. Reflexionemos un poco. Si eliminamos a esos malos que
causan la ruina de hoy, ¿no surgirán otros iguales para sustituirlos? ¿Quién me
garantiza a mí o a ti que si nosotros llegásemos arriba seríamos más justos y
buenos que estos otros? Ahí está toda la historia de la humanidad para
quitarnos cualquier optimismo fácil. En el siglo pasado se solía pontificar sobre
el progreso. Hubo generaciones que se figuraron ser las portadoras de una
antorcha que llevaría a la humanidad hacia una edad dorada de paz y justicia.
Dos absurdas, crueles e inútiles guerras, y el fantasma amenazante de otra han
acabado con el optimismo. Hitler y Stalin han encarnado la tremenda frase de
un personaje de Dostoiewsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. ¡Ah! Si
yo fuera Dios... Si tú fueras Dios...
Seamos honestos. En este drama de la injusticia humana no podemos dárnoslo
de espectadores, porque todos somos actores. Y si aplicásemos nuestro
sentido de la justicia hasta sus últimas consecuencias, conociéndonos como
nos conocemos cada uno en el fondo, tendríamos que terminar por poner
nuestro nombre en la lista negra. Esas es la condición humana.
“Dios es justo y ama la justicia”. Esta es la línea general y la tónica de la
enseñanza bíblica, dentro de la cual se ubica Jesucristo a quién nombramos al
principio. Para la Biblia la injusticia en el mundo es parte de la condición
humana. Los hombres se debaten en terrible dilema. Por un lado su sentido de
la justicia, más o menos agudo según las circunstancias, y por otro su
incapacidad para vivir obrando siempre lo justo. A esta condición la Biblia lo
llama PECADO. Pecado es este desencuentro entre un Dios justo y nosotros,
hombres injustos. A nuestra injusticia que comienza con los pequeños actos de
todos los días con los cuales nos destruimos o destruimos al prójimo, es a lo
que Dios llama pecado. El hombre es universal; nadie escapa al hecho de ser
pecador. “Por cuanto todos pecaron ... No hay justo ni aún uno”, sigue diciendo
la Biblia.
Ni los que protestan contra las pequeñas injusticias de la vida cotidiana, ni los
que luchan contra las grandes injusticias, están exentos de la condición de
pecadores, de injustos ante Dios. Admitamos que hay diferencias entre ellos. El
egoísta que sólo aspira a que lo traten bien a él en los estudios y en los
negocios o que, si es necesario, pisotea los derechos de los demás para
triunfar él, no es igual al que se consagra a una lucha sacrificada por la justicia
social o por el bien de los demás. Pero ante la justicia de Dios ninguno llega a
ser realmente justo. Es por eso que en un análisis final, hasta las revoluciones
en contra de la injusticia no pueden evitar generar su propia secuela de
injusticias. Si el hombre pudiera solucionar primero el problema de su propia
injusticia personal, de su propia contradicción íntima, de su pecado, tal vez
luego podría hacer algo por los demás.
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