Transcurría el otoño del '96, días en los que percibía dolorosamente, lo que tantos poetas expresaron: la extraña relación entre dicha estación y la melancolía. Aunque yo sabía bien, que mi estado de ánimo no se debía a la caída de las hojas, ni a la escasa presencia del sol, o a añoranzas veraniegas; mi tristeza tenía hondas raíces que la alimentaban...
No quería preocupar a mi familia, ni quería recurrir a mis amigos que ya bastante tenían con sus problemas. Y como el día gris invitaba a la caminata en soledad, decidí recorrer las calles de la ciudad de Burzaco, para conocer el lugar donde pronto iba a tener que dar clases. Cada paso que daba, iba acompañado por un recuerdo amargo, una angustia penetrante ante el entorno que me oprimía, o un sentimiento de no encontrar la salida ante los problemas, pues la tristeza siempre opaca mi esperanza...
Al cabo de unas cuadras, llegué a la plaza de la ciudad, repleta de chicos alegres que se empeñaban con sus risas, en contradecir a tantos siglos de poesía otoñal. Al sentarme en el banco que está justo enfrente a la parroquia, me puse a pensar si no sería conveniente cruzar la calle, e ir al encuentro de un sosiego espiritual. Pero en un rapto de soberbia (pues la desesperanza siempre opaca mi cordura), me dije que si Dios quería ayudarme, que viniera Él a mi encuentro...
Con los ojos brillosos, hundía la mirada en las vereditas internas de la plaza. Las mismas eran de tierra y estaban cubiertas de miles de fragmentos de conchilla, que crujían ante el peso de cada pisada, que con el tiempo los convertiría en polvo. Cuando súbitamente, el recorrido inquieto y sin sentido de mis ojos se detiene en un punto del serpenteante camino, provocando mi asombro. Es que en medio de tanto caparazón destruido, descubrí un pequeño y hermoso "caracolito" de mar, que increíblemente había soportado, quien sabe cuanto tiempo, las pisadas de todos los que habían recorrido esa concurrida plaza. Su aspecto nacarado y sus formas espiraladas estaban intactas, lo que motivó mi admiración. Siendo tan frágil y pequeño, el caparazón del "caracolito" había podido subsistir, resistiendo los duros embates, apoyándose en los demás caparazones (que aunque estuvieran desechos, evidentemente le habían servido de ayuda). Y siento que "vino a mi encuentro" para dar brillo y consuelo a mi mirada, que solo recorría la conchilla rota y crujiente.
Poniéndome de pie, me acerqué y la tomé entre mis manos, la guardé en un bolsillo, decidí que el otoño no era tan triste como pensaba, y con una sonrisa en mis labios, crucé la calle...
Del libro "Destellos de Luz, reflejos de vida" de José Balabanian Ed. San Pablo (En edición)
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