"Somos catequistas" intenta ser un espacio de comunicación y de compartir recursos para la difícil y apasionante tarea de trasmitir el Evangelio. Periódicamente se irán agregando nuevos elementos para la reflexión y la tarea. Lo incluído no apunta a la uniformidad sino a la unidad en la diversidad, el debate, la valoración de la opinión del otro. Por ende es importante la participación con el voto, el comentario o el envío de material (lito.balabanian@gmail.com) Bienvenidos.
viernes
Extracto de la película "La Pasión de Cristo"
En este extracto, Jesús, caído, se encuentra con su Madre. El fin se puede deducir de las etiquetas.
jueves
"La Saeta" por Jairo
Este video me lo hizo llegar Darío Dominguez y puede ser útil. Es un clip con imágenes de Jesús y María.
lunes
domingo
"¿Y dónde está Dios?": los devastadores terremotos sacuden la fe de los cristianos
Hace 2300 años, un filósofo griego llamado Epicuro se paseaba por las calles de Atenas planteando a la gente un terrible dilema, que todavía no hemos podido resolver. Epicuro decía: "Frente al mal que hay en el mundo existen dos respuestas: o Dios no puede evitarlo, o no quiere evitarlo. Si no puede, entonces no es omnipotente. Y si no quiere, entonces es un malvado". Cualquiera de las dos respuestas hacía trizas la imagen de la divinidad.
Hoy, frente a los terremotos de Haití, Chile y Japón, el dilema de Epicuro sigue resonando como una bofetada en el corazón de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir que sucedan semejantes desgracias en la vida de los seres humanos sin intervenir ni ayudar.
En realidad Epicuro con su dilema no negaba la existencia de Dios; sólo quería apuntar a la misteriosa e inexorable existencia del mal en el mundo. Sin embargo su dilema ha llevado a mucha gente al ateísmo; y de hecho, así planteado, debería llevarnos a perder la fe, ya que resulta inadmisible que Dios, pudiendo evitar las calamidades que suceden, no pueda o no quiera hacerlo.
¿Cómo resolver el dilema?
En primer lugar, se debe evitar la tentación de atribuir el mal a Dios, como han hecho algunos predicadores religiosos. Por ejemplo Pat Robertson, el famoso tele-evangelista estadounidense, declaró públicamente que la verdadera causa del terremoto de Haití es un castigo divino porque los isleños hicieron hace años un pacto con el diablo. Semejante afirmación, además de ser ofensiva para Dios y para los haitianos, elimina nuestra responsabilidad humana. En efecto, por nuestra culpa muchos de los cataclismos naturales que padecemos afectan sobre todo a los más pobres. Porque donde ellos viven las casas están peor hechas, existen menos hospitales, hay menos médicos, menos bomberos, menos recursos, y menos prevención. Además, muchos terremotos, inundaciones y catástrofes tienen un origen en la irresponsable actitud del hombre, que viene destruyendo incesantemente la naturaleza. Por eso culpar a Dios de estos sucesos resulta insensato.
Además, si hay algo que Jesús ha dejado en claro es que Dios no manda jamás los males al hombre. Ya en el primer sermón que pronunció en su vida, llamado el sermón de la montaña, enseñaba que Dios "hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos". Es decir, Él sólo manda el bien incluso a los pecadores.
Para enseñar esto adoptó una metodología muy eficaz: comenzó a curar a todos los enfermos que le traían, y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios, porque Él no quiere la enfermedad de nadie. Del mismo modo, cuando le pedían ayuda por alguien que había fallecido, jamás decía: "No; conviene dejarlo muerto porque ésa es la voluntad de Dios". Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Incluso un día sus discípulos vieron a un ciego de nacimiento, y le preguntaron: "Maestro, ¿por qué este hombre nació ciego? ¿Por haber pecado él, o porque pecaron sus padres?" (Jn 9,1-3). Y Jesús les explicó que nunca las enfermedades son enviadas por Dios, ni son castigos por los pecados.
En otra oportunidad vinieron a contarle que se había derrumbado una torre en un barrio de Jerusalén y había aplastado a 18 personas. Y Jesús les aclaró que ese accidente no era querido por Dios, ni era castigo por los pecados de esas personas, sino que todos estamos expuestos a los accidentes y por eso debemos vivir preparados (Lc 13,4-5).
Todo esto vuelve inaceptable las declaraciones de los que, cuando sufren algún contratiempo o accidente, responsabilizan a Dios. El Dios cristiano jamás puede enviar ni consentir ningún mal, ni siquiera a los pecadores.
Pero aún cuando Dios no quiera el mal, el dilema de Epicuro sigue interpelándonos: ¿por qué no los evita? ¿No puede o no quiere?
En realidad el enigma del filósofo griego está mal planteado. No podemos decir que "Dios no puede impedir" el mal que hay en el mundo. Lo correcto es decir que "es imposible que no haya mal". ¿Por qué? No porque sea un misterio, como se responde a veces cuando se quiere evadir la cuestión y dejarla en penumbra para evitar una supuesta crítica a la actuación divina. No. El mal no es un misterio. Es inevitable, sencillamente.
Sería imposible la existencia de un mundo sin mal, por la simple razón de que el mundo es finito, limitado, precario. Dios no podía crear un mundo perfecto, porque lo único perfecto que existe es él. Todo lo demás que pudiera crear, resulta necesariamente limitado. Y a esa limitación le llamamos mal. Hablando hipotéticamente, Dios podría no haber creado este mundo. Pero si lo crea, tienen que ser necesariamente finito (si no, se crearía a sí mismo). De modo que la finitud, la imperfección, la carencia, la privación, estarán siempre presentes como parte de la naturaleza.
El mundo, como hoy está creado, tiene sus propias leyes que lo rigen de manera autónoma, y las inevitables condiciones de esa finitud hacen que Dios no las pueda manipular a su antojo, evitando permanentemente el mal, porque iría contra las leyes que él mismo puso. Por lo tanto, no es que Dios "no quiera" o "no pueda" evitar el mal, sino que simplemente el planteo carece de sentido. La idea de un mundo sin mal es tan contradictoria como la de un círculo cuadrado.
Pero entonces queda una pregunta: ¿valía la pena que Dios creara este mundo? Por supuesto que sí. Para el creyente, si Dios lo ha creado así, es porque valía la pena. Él por su parte, se compromete, acompaña y trabaja junto a los que luchan por erradicar el mal, por implantar la justicia, por sembrar la paz y fomentar la igualdad entre los hombres. A tal punto, que la salvación del hombre dependerá de si ha ayudado a Dios en obrar el bien: "Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber".
Dios quiere el bien, ama el bien y asiste a cuantos trabajan por el bien. Y nuestra tarea es colaborar con Dios para que cada vez haya más bien a nuestro alrededor, no reprocharle la existencia del mal. Como aquel hombre que le preguntaba a su amigo: "¿Vos rezas a Dios?" "Sí, todas las noches". "¿Y qué le pides?" "No le pido nada. Simplemente le pregunto en qué puedo ayudarlo".
Ariel Alvarez Valdés
(Extraído del diario Clarín del 10/03/10
Hoy, frente a los terremotos de Haití, Chile y Japón, el dilema de Epicuro sigue resonando como una bofetada en el corazón de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir que sucedan semejantes desgracias en la vida de los seres humanos sin intervenir ni ayudar.
En realidad Epicuro con su dilema no negaba la existencia de Dios; sólo quería apuntar a la misteriosa e inexorable existencia del mal en el mundo. Sin embargo su dilema ha llevado a mucha gente al ateísmo; y de hecho, así planteado, debería llevarnos a perder la fe, ya que resulta inadmisible que Dios, pudiendo evitar las calamidades que suceden, no pueda o no quiera hacerlo.
¿Cómo resolver el dilema?
En primer lugar, se debe evitar la tentación de atribuir el mal a Dios, como han hecho algunos predicadores religiosos. Por ejemplo Pat Robertson, el famoso tele-evangelista estadounidense, declaró públicamente que la verdadera causa del terremoto de Haití es un castigo divino porque los isleños hicieron hace años un pacto con el diablo. Semejante afirmación, además de ser ofensiva para Dios y para los haitianos, elimina nuestra responsabilidad humana. En efecto, por nuestra culpa muchos de los cataclismos naturales que padecemos afectan sobre todo a los más pobres. Porque donde ellos viven las casas están peor hechas, existen menos hospitales, hay menos médicos, menos bomberos, menos recursos, y menos prevención. Además, muchos terremotos, inundaciones y catástrofes tienen un origen en la irresponsable actitud del hombre, que viene destruyendo incesantemente la naturaleza. Por eso culpar a Dios de estos sucesos resulta insensato.
Además, si hay algo que Jesús ha dejado en claro es que Dios no manda jamás los males al hombre. Ya en el primer sermón que pronunció en su vida, llamado el sermón de la montaña, enseñaba que Dios "hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos". Es decir, Él sólo manda el bien incluso a los pecadores.
Para enseñar esto adoptó una metodología muy eficaz: comenzó a curar a todos los enfermos que le traían, y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios, porque Él no quiere la enfermedad de nadie. Del mismo modo, cuando le pedían ayuda por alguien que había fallecido, jamás decía: "No; conviene dejarlo muerto porque ésa es la voluntad de Dios". Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Incluso un día sus discípulos vieron a un ciego de nacimiento, y le preguntaron: "Maestro, ¿por qué este hombre nació ciego? ¿Por haber pecado él, o porque pecaron sus padres?" (Jn 9,1-3). Y Jesús les explicó que nunca las enfermedades son enviadas por Dios, ni son castigos por los pecados.
En otra oportunidad vinieron a contarle que se había derrumbado una torre en un barrio de Jerusalén y había aplastado a 18 personas. Y Jesús les aclaró que ese accidente no era querido por Dios, ni era castigo por los pecados de esas personas, sino que todos estamos expuestos a los accidentes y por eso debemos vivir preparados (Lc 13,4-5).
Todo esto vuelve inaceptable las declaraciones de los que, cuando sufren algún contratiempo o accidente, responsabilizan a Dios. El Dios cristiano jamás puede enviar ni consentir ningún mal, ni siquiera a los pecadores.
Pero aún cuando Dios no quiera el mal, el dilema de Epicuro sigue interpelándonos: ¿por qué no los evita? ¿No puede o no quiere?
En realidad el enigma del filósofo griego está mal planteado. No podemos decir que "Dios no puede impedir" el mal que hay en el mundo. Lo correcto es decir que "es imposible que no haya mal". ¿Por qué? No porque sea un misterio, como se responde a veces cuando se quiere evadir la cuestión y dejarla en penumbra para evitar una supuesta crítica a la actuación divina. No. El mal no es un misterio. Es inevitable, sencillamente.
Sería imposible la existencia de un mundo sin mal, por la simple razón de que el mundo es finito, limitado, precario. Dios no podía crear un mundo perfecto, porque lo único perfecto que existe es él. Todo lo demás que pudiera crear, resulta necesariamente limitado. Y a esa limitación le llamamos mal. Hablando hipotéticamente, Dios podría no haber creado este mundo. Pero si lo crea, tienen que ser necesariamente finito (si no, se crearía a sí mismo). De modo que la finitud, la imperfección, la carencia, la privación, estarán siempre presentes como parte de la naturaleza.
El mundo, como hoy está creado, tiene sus propias leyes que lo rigen de manera autónoma, y las inevitables condiciones de esa finitud hacen que Dios no las pueda manipular a su antojo, evitando permanentemente el mal, porque iría contra las leyes que él mismo puso. Por lo tanto, no es que Dios "no quiera" o "no pueda" evitar el mal, sino que simplemente el planteo carece de sentido. La idea de un mundo sin mal es tan contradictoria como la de un círculo cuadrado.
Pero entonces queda una pregunta: ¿valía la pena que Dios creara este mundo? Por supuesto que sí. Para el creyente, si Dios lo ha creado así, es porque valía la pena. Él por su parte, se compromete, acompaña y trabaja junto a los que luchan por erradicar el mal, por implantar la justicia, por sembrar la paz y fomentar la igualdad entre los hombres. A tal punto, que la salvación del hombre dependerá de si ha ayudado a Dios en obrar el bien: "Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber".
Dios quiere el bien, ama el bien y asiste a cuantos trabajan por el bien. Y nuestra tarea es colaborar con Dios para que cada vez haya más bien a nuestro alrededor, no reprocharle la existencia del mal. Como aquel hombre que le preguntaba a su amigo: "¿Vos rezas a Dios?" "Sí, todas las noches". "¿Y qué le pides?" "No le pido nada. Simplemente le pregunto en qué puedo ayudarlo".
Ariel Alvarez Valdés
(Extraído del diario Clarín del 10/03/10
jueves
El ser y el no ser del catequista
Sin pretender agotar ni mucho menos las posibilidades infinitas de análisis presentaremos algunas “notas” del ser catequista (como siempre emparentadas con el hacer) esperando que sirvan de disparador para la reflexión, que cada uno (o cada comunidad) podrá complementar con sus aportes.
La palabra catequesis como tal no aparece en el Nuevo Testamento. Surgió en los primeros siglos del cristianismo. No hace referencia en principio a personas que por primera vez entran en contacto con la Buena noticia (el primer anuncio o “kerigma”), sino a la profundización de la fe de los que ya han adherido a Jesucristo.
La catequesis así entendida es un proceso de crecimiento en la comprensión de la fe y en la experiencia de la vida cristiana. Tiende a desarrollar la comprensión de la revelación a la luz de la Palabra que ilumina sus situaciones de vida. Suscita además una respuesta vital, pues, transformado por la gracia se pone a seguir a Cristo como verdadero discípulo y misionero.
La realidad marca que las fronteras entre el Kerigma y la Catequesis no son fácilmente delimitables. Muchas veces, las personas que acceden a la catequesis necesitan, de hecho, un primer anuncio de la Buena Nueva. Por eso, la Iglesia desea que, ordinariamente, una primera etapa del proceso catequizador esté dedicada a asegurar la conversión. Cierto es que, más allá de las denominaciones, la actitud (y hasta la metodología catequística) surge del mismo Jesús (Confrontar por ejemplo el acompañamiento que hace de los discípulos de Emaús Lc) y de sus seguidores (cómo puede, verse en tantos textos del Nuevo testamento, como el de Felipe y el Etíope Hech)
Es decir que si decimos quien fue el primer catequista, obviamente tenemos que hablar del modelo de todo catequista: el mismo Jesús. Pero además, se puede considerar que, desde los apóstoles hasta nuestros tiempos, la Iglesia ha tenido una nube de testigos que a través de su catequesis más o menos sistemática según las circunstancias, nos han ayudado a crecer en la fe.
Al catequista hoy, se lo podría definir como el cristiano comprometido en la transmisión de los contenidos de la fe, sobre todo compartiendo con el otro la experiencia de Jesucristo muerto y resucitado, vivo y presente en la propia vida y en la vida de la comunidad.
Pero, más allá de las definiciones, ¿Qué significa ser catequista? El que nos ve se pregunta: ¿Qué misteriosa atracción tendrá esta tarea para que sea elegida por alguien? ¿Por qué los que llegan a serlo en serio sienten un sano orgullo por lo que se les ha encomendado? Estas y otras preguntas son de difícil respuesta para los que no están en la misma “sintonía”, pero es bueno cada tanto hacernos esas mismas preguntas “hacia adentro”. Los que hemos sido llamados a esta hermosa ardua labor debemos cuestionarnos qué es y qué no es un catequista. Para así repensar nuestra catequesis en función de la realidad y no desde estructuras caducas que pueden empantanar tan hermosa tarea.
Volviendo entonces a nuestra pregunta… ¿Qué ES un catequista?
· Es alguien que descubre (recibe, escucha y responde) un llamado, es decir una vocación, que como tal, le ilumina la vida y lo lleva a su plenitud.
· Es aquél que siendo conciente de sus limitaciones, pone al servicio sus carismas para la construcción del Reino.
· Es alguien que se forma, pues toma su tarea en serio. Pero también es quien sabe que un maestro enseña, pero un testigo convierte.
· Es quien vive en oración ofreciendo su tarea y los corazones de sus catequizandos para que sea Dios quien actúe por medio suyo.
· Es portavoz, pues tiene claro que porta una Voz que no es la suya.
· Es alegría, pues su felicidad está ligada al sentido de la vida.
· Es transparencia, pues sin ser necesariamente un santo, deja traslucir a Cristo.
· Es coherencia, pues intenta vivir lo que predica.
· Es profeta del sentido, pues el ser humano necesita imperiosamente que se le ofrezca un sentido para vivir, y el catequista que trasmite la Buena nueva, puede ser un medio.
· Es el que está atento para que su tarea no caiga en la rutina, ni en el sacramentalismo, ni en la mera trasmisión de doctrina. Es decir que es quien busca que no se enfríe su Amor primero.
· Es el que trasmite el Amor, pues trasmite a Dios. Un Amor que compromete, que es unidad en la diversidad pues somos imagen de ese Dios que es Uno y Trino. Y por lo tanto trabaja en comunidad y suscita comunidad.
· Es sembrador y no cosechador, pues pocas veces verá el fruto de su siembra, pero confía plenamente en el poder de la semilla.
· Es, si asume su llamado con entrega y humildad, alguien que puede iluminar en la oscuridad, pero esa luz no es la suya, sino la de Cristo…
¿Qué NO ES un catequista? (o qué no debería ser):
· No es un docente frustrado, alguien que le gusta tener un grupo a cargo para, inconscientemente, “jugar” a tener alumnos.
· No es alguien con buena voluntad que por ser de algún grupo parroquial o de algún movimiento ya pueda estar preparado para estar al frente de un grupo (tampoco es la oportunidad de promover a alguien o “engancharlo” dándole alguna responsabilidad antes que se nos vaya).
· No es alguien que por su carácter autoritario va a tener “cortitos” a los catequizandos, ni es alguien que por su dulzura y complicidad con los chicos o jóvenes lo van a sentir como un amigo más.
· No es necesariamente el que tiene un gran conocimiento, ni es obviamente el que no sabe nada pero es buena persona.
· En el caso del catequista escolar, no es el catequista parroquial que no tiene la formación docente adecuada, ni es el que sólo está para hacer una oración de entrada en las reuniones de personal.
· No es predicador de milagros, pues esta no es la propuesta de Jesús.
· No es el que amenaza con el castigo de Dios, ni quien entusiasma con retribuciones celestiales.
· No es el amigo del cura, ni es el centro de la parroquia, ni es más que los demás…
Por último me gustaría volver a la idea inicial de la nube de testigos catequistas que nos han acercado cada vez más a Cristo, nombrando a quien podemos “ponerle el cartelito”, ya que él mismo se lo ponía, pues cuando se presentaba lo hacía de ese modo: como “Catequista”. Cuando dudemos de qué es la catequesis o qué significa ser catequista sólo debemos recordarlo a él, nuestro querido padre Frans…
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