miércoles

El cuento del mes

“…su padre lo vió y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.” (Lc. 15, 20)

EL INCENDIO

El padre prefería a las nenas, pero como ya tenía una, se ilusionó mucho al oír, en la puerta de la sala de parto, que su segundo hijo, que acababa de nacer, era un varoncito. Pensó que sería su compañero ideal y esto le daba alegría. Disfrutó mucho de ese bebé, y a medida que el niño crecía, se iban cumpliendo sus sueños: ir juntos a la cancha, enseñarle a jugar al fútbol, charlar con él sobre los valores sencillos de la vida, salir de paseo, y tantas cosas más…
Pero el tiempo pasó rápidamente, y aquel niño compañero, se convirtió en un adolescente arisco, crítico e independiente. Y si bien todos le decían que era una etapa normal, su comportamiento le resultaba incomprensible. No hizo falta mucho para que comenzaran a molestarle ciertas cosas del hijo: que no aportara para los gastos de la casa, que le usara el coche pero que no lo lavara, que cambiara de ánimo constantemente, y muchas cosas más., Pero sobre todo, le dolía que fuera inflexible al juzgarlo, justamente a él, que le había dado todo.
El hijo por su parte, había crecido ante la fuerte imagen de un padre que trabajaba sin cesar, que nunca le había pegado, que jugaba con él y que siempre estaba dispuesto a charlar. De chico creía que esa persona que le daba afecto y seguridad, era poco menos que un superhombre, pues lo veía perfecto.
Pero también para él, el tiempo pasó, y paulatinamente comenzó a descubrir en su padre, todos los errores que antes no percibía. Empezó a rivalizar con él, hasta en los pequeños detalles. Quizás inconscientemente, no le perdonaba el hecho de no ser ese superhombre, que en sus ilusiones de niño había idealizado. Es así como, al juzgarlo, pasó de un extremo al otro, pues ni había sido perfecto antes, ni era un manojo de defectos después; pero el muchacho no lo comprendía así.
Ni siquiera sus oficios eran parecidos, pues el padre era zapatero, y el hijo peluquero (uno se dedicaba a los pies y el otro a las cabezas). Una mañana como tantas, el joven iba en colectivo a su peluquería, y al pasar por la esquina de la zapatería (que normalmente estaba abierta desde una hora antes), miró hacia allí por la ventanilla, repitiendo la costumbre de cada día. Pero esta vez no se encontró con la escena de siempre...
Creyó que el corazón se le paralizaba al ver bomberos trabajando, aparentemente, contra un incendio en el local de su padre. De un salto se paró y tocó el timbre desesperadamente. Al bajar, y dejando atrás las quejas del conductor, corrió alocadamente hasta el lugar, sin saber con qué se iba encontrar. Empujando a la gente agolpada, llegó hasta el local, donde los bomberos acababan de terminar su trabajo, pero sus ojos desorbitados no encontraban lo que querían ver. Su mente solo atinaba a implorar a Dios, con las plegarias que había escuchado desde chico, en boca de quien hoy buscaba entre el tumulto y la confusión. Desorientado y al borde del llanto, comenzó a preguntar, hasta que de un local vecino ve aparecer la figura de su padre, con la cara negra de hollín, la mano vendada y la vista perdida. Corrió a su encuentro y se unieron en un abrazo interminable, en el que no hacían falta las palabras.
El hijo apretaba entre sus brazos a ese ser lastimado e indefenso, que poco tenía de superhombre, y el padre sentía el consuelo en los brazos de ese hijo, que poco tenía de perfecto, pero ambos se dieron cuenta, de lo mucho que tenían de necesidad mutua... Y en ese instante de amor, no les importó nada más.

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