por Germán Díaz Religioso Salesiano. Lic. en Comunicación Social germansdb@hotmail.com |
Al principio, Dios creó el mundo... es una afirmación de nuestra fe: “creo en Dios creador del cielo y de la tierra”; pero cómo y cuándo lo creó es una respuesta que no le toca dar a la religión, sino a la ciencia.
Edwin Powell Hubble fue uno de los más importantes astrónomos estadounidenses del siglo XX, famoso principalmente por haber demostrado la expansión del universo. En 1929, E. Hubble, analizando las líneas de absorción del hidrógeno, en el espectro electromagnético de las galaxias, descubrió que éstas se alejaban unas de otras, con una rapidez proporcional a la distancia. Así pues, se comprendía con estupor que el Universo se estaba expandiendo. Se dedujo, además, que esta expansión tuvo que haberse iniciado en una gran explosión (el Big Bang), desde un núcleo singular extremadamente denso y minúsculo(1). Según las últimas investigaciones, tal suceso, que dio origen al espacio y al tiempo, aconteció hace millones de años.
La Biblia habla de etapas o días en que se produjo la creación, nos relata la acción de Dios creador al principio de todo, cuando no había nada, solo un Ser superior y creador. Esta ilustración obedece a una necesidad de querer presentar el nacimiento del universo como obra del Dios de la fe, del único Dios. Pero no podemos siquiera pensar que esta narración bíblica pretende ser una explicación científica o reemplazarla del todo. Así como la creación del mundo, mediante la teoría del Big bang, no necesariamente descarta a Dios, ya que bien puede ser él mismo, el origen y el modelador. Tampoco el génesis procura borrar, de su lado, toda apreciación científica diferente.
Frente a esta verdad erudita: ¿Dónde queda la imagen de un Dios creador? Dios sigue siendo Dios, no precisa pruebas ni hipótesis. El misterio del inicio de la vida es tan grande, tan perfecto, tan maravilloso, que, mientras más explica, más infinito parece. Por eso, confundir el Big Bang con la Creación del Universo por parte de un ser superior al hombre, sería un gravísimo error, sobre todo, porque constituyen campos de reflexión y de pensamiento muy distintos. A uno le toca concebir el origen desde la normativa científica, al otro, desde la fe en Dios. Lo malo, en realidad, sería suponer que uno descarta al otro.
La ciencia no puede ni podrá descartar a Dios, porque cuanto más avanza, mayor es el misterio. Los creyentes sabemos que Dios creó el mundo, pero, salvo que seamos científicos, nos resulta muy difícil saber cómo lo hizo. La creación, aún hoy, sigue siendo un misterio, más allá de las teorías, de la “máquina de Dios”, de las fascinantes explicaciones de Carl Sagan, o de los pensamientos de Stephen William Hawking, quien dijo en 1993: "La ciencia podría afirmar que el universo tenía que haber conocido un comienzo (...). A muchos científicos no les agradó la idea de que el universo hubiese tenido un principio, un momento de creación."
Vivimos en los tiempos de la desaparición de Dios, como sostienen, en su mayoría, los agnósticos: “No nos atrevemos a negar rotundamente a Dios, pero vivimos como si Dios no existiera”. Bien podríamos aplicar a Dios la canción de María Elena Walsh: “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo, estoy aquí resucitando. Pero si estoy a la desgracia y la mano con puñal por qué mató tan mal, y seguí cantando”. El hombre de hoy se empeña en vivir como si Dios no existiera. Está tan conforme consigo mismo, está tan fascinado con su autismo, que no escucha, ni ve, ni espera... Incluso la búsqueda de algo trascendente o superior radica, básicamente, en buscar el equilibrio espiritual que mantiene joven el cuerpo o libera del estrés.
No quiero ponerme a hablar en lugar de Dios, ni creer interpretar su pensamiento. Pero: ¿No será una verdadera tontería cuestionarle a Dios su legítima acción creadora? Nuestros diminutos balbuceos, frente a su grandeza, le causarían gracia. Él es más grandioso que nuestros cuestionamientos, es más perdurable que nuestras planificaciones, es más feliz que nuestras “compradas” o “consumistas” alegrías o de nuestras promesas de felicidad.
Estamos dotados de inteligencia para conocer nuestros orígenes, sólo que no podemos negar el origen mismo. Así lo expresa bellamente Fides et ratio: “El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: «He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar»”.(2)
La verdad es Dios mismo, y, ante ella, sólo queda un gran misterio por revelarse. La ciencia va dando pasos enormes, y su investigación es una bendición para la humanidad. ¿Cuánto resta por conocer de la vida, de la muerte, del espíritu, de la finitud del universo? Todo es vasto y misterioso, pese al avance maravilloso de los científicos. No obstante, detrás de todo, algo da origen e impulso de vida. Es el Señor del tiempo y del espacio. La creación está sometida a ese primerísimo primer principio. “¡Cuán numerosas tus obras, oh Dios! Todas las has hecho con sabiduría, de tus criaturas está llena la tierra”.(3)
(Fuente Revista On line de San Pablo)
(1) Claudio Bollini - Doctor en Teología (UCA)
(2) Fides et ratio, nº 25.
(3) SALMO 104 (103), 24.
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